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sábado, 10 de noviembre de 2018
Visita de László Krasznahorkai en Madrid
Hace unos días, el escritor húngaro László Krasznahorkai visitó la Residencia de Estudiantes de Madrid en un acto organizado por la editorial que publica su obra en España, Acantilado. La encargada de presentarlo y entrevistarlo fue la escritora y crítica Mercedes Monmany. Aunque la traducción simultánea por momentos fue muy inconsistente y atropellada, conseguí quedarme con algunas anotaciones de las palabras del autor de "Tango satánico", que a continuación transcribo (no son literales, pero sí me parecen interesantes, surgieron a raíz de que se le considera un autor muy derrotista o negativo):
Entre el caos y el orden hace falta optimismo. El mal siempre es más fuerte. La aparición del mal es inesperada, porque nunca contamos con que al siguiente segundo nos va a pasar una desgracia, y siempre pensamos que tendríamos que haber salido un segundo antes para que no nos llegara la catástrofe. Mucha gente percibe la aparición del mal. El miedo al mal es tan fuerte que tiene muchos profetas histéricos. Cuando el mal aparece, empieza un proceso y no hay marcha atrás. El mal no es una noción abstracta, no es la expresión animal del hombre. Un animal nunca va a ser malvado. Hace algún tiempo, mientras subía en coche una empinada carretera de montaña, a lo lejos en la calzada percibí una mancha que no identifiqué: era un perro sentado junto a otro perro atropellado. Era la imagen de la fidelidad. Entendí que debía parar el coche y continuar a pie hasta mi destino porque cuando encuentras una señal del mal, lo más aconsejable que puedes hacer es ir caminando hasta la ciudad más cercana.
Los que me stalkeais en Instagram veis este tipo de cosas en directo, y si seguís a las editoriales os avisarán de este tipo de eventos con la suficiente antelación, y en ellos nos encontraremos.
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viernes, 14 de septiembre de 2018
"Chéri" - Colette
Qué puedo decir sobre Chéri. Es definitivamente el libro más hermoso que he leído en 2018. Delicado, elegantísimo, tierno y cruel a partes iguales. Es la elegancia en forma de novela. Entre las páginas de Chéri se puede acariciar la textura de las telas, el olor de las flores y adivinar los colores del cielo. Chéri es tremendamente francesa. Es belleza, lirismo. Muy francesa.
"Chéri negó con la cabeza. Silbaba mientras se colocaba frente al espejo alargado, justo a su altura, como solía hacer en el que había entre las ventanas del dormitorio de Léa. Pronto, en el otro espejo, un macizo marco dorado encuadraría, con las luminosas paredes rosas de fondo, el reflejo de su cuerpo desnudo o drapeado de seda vaporosa, el fastuoso reflejo de un joven apuesto, amado, mimado, feliz, jugando con los collares y las sortijas de su amante… «¿Quién sabe? Puede que el reflejo del muchacho ya esté allí, en el espejo de Léa…». Este pensamiento irrumpió en su ensoñación con tanta fuerza que, confundido, creyó haberlo oído realmente.
Trata sobre la relación que mantiene una pareja con una gran diferencia de edad entre ambos. Capta perfectamente la inmadurez de una vida de ricos despreocupados en una zona cara del París de los felices años 20. Una relación caprichosa y atípica que avanza a trompicones y a destiempo.
"En cuanto volvió a ser dueña de sí misma, se sentó, se secó la cara y volvió a encender la lámpara. «Bueno ―se dijo―, ya sé qué me pasa». Tomó un termómetro que había en la mesa de noche y se lo puso bajo la axila. «Treinta y siete. O sea que no es físico. Es tristeza. Algo habrá que hacer».
Chéri es ese frasquito de perfume que tu abuela ha guardado en el fondo de una vitrina durante décadas. Chéri es el momento exacto en que lo encuentras.
jueves, 18 de agosto de 2016
Fieras y esferas
" Desde que la leí, no sabría decir dónde, me resultó deliciosa una anécdota contada por la madre de Schopenhauer, escritora ella misma, sobre los gustos de la buena sociedad a finales del siglo XVIII: al atravesar los Alpes las damas alemanas que se dirigían a Italia para pasar el verano cerraban las cortinas de sus carruajes para no tener que contemplar los agresivos perfiles de las montañas. Los Alpes eran de mal gusto. Sin embargo, únicamente una generación después, a principios del siglo XIX, el arte europeo se llenaba de agrestes cordilleras y recónditos valles. Los pintores querían enfrentarse directamente, à plein air, a los paisajes más abruptos; los poetas exaltaban la comunión con la tierra; los músicos se lanzaban a una escala de sonidos que duraría un siglo largo. Sería interesante saber, por ejemplo, qué hubieran opinado las recatadas damas alemanas, que evitaban la visión de los Alpes, sobre una obra como la Sinfonía alpina de Richard Strauss.
En cualquier caso la actitud de estas damas es mucho menos extravagante y frívola de lo que ahora pueda parecernos, acostumbrados a dos siglos de exaltación de la "naturaleza". Esta exaltación, bien reciente, es una consecuencia directa del asentamiento de una civilización urbana que proyecta sus carencias y sus malas conciencias en el espacio que aparece como más antagónico al de la propia ciudad. Cuanto más indomable se suponga este espacio mayor es el grado de catarsis con el que fantaseará el habitante de la urbe. Así nace la sensibilidad romántica europea: una cultura ya urbana que, como tal, expresa una nostalgia sin precedentes por un ámbito que se considera perdido o extraordinariamente alejado de la vida cotidiana.
Las damas a las que se refiere la madre de Schopenhauer participan todavía de una atmósfera anterior, ilustrada y rococó, en la que se admiran los jardines racionalistas, aunque sean exuberantes, y en la que si se acude a la "naturaleza" es por juego estético, por ánimo de recrear esas metamorfosis alegóricas en las que los dioses amables compiten con una humanidad refinada y lúdica. Es cierto, no obstante, que mientras las damas alemanas se dirigen a la Riviera para sus veraneos la época se está dislocando con violentas revoluciones, no sólo políticas o sociales.
Mientras está afilándose la hoja de la guillotina destinada a seccionar la cabeza de Luis XVI el arte europeo se desliza hacia un inconformismo radical, inédito que incluye una reformulación rotunda de la idea de "naturaleza". En Gran Bretaña poetas como Wordsworth o Blake y en Alemania Goethe convocan una nueva visión, mayúscula, de la Naturaleza en la que las coordenadas físicas se hallan yuxtapuestas a las míticas, a las psicológicas, a las religiosas. El mito de la Naturaleza empieza a ocupar el centro de la experiencia estética como contraposición a una creciente sensación de marginalidad por parte del hombre que se autodenomina moderno. El Werther de Goethe ofrece la senda que no deja de ganar adeptos en toda Europa. Es el momento del significativamente llamado Sturm und Drang. En tanto en el París revolucionario David pinta la muerte de Marat con tintes neoclásicos, en el norte de Alemania Caspar David Friedrich empieza a pintar esos paisajes insoportables para las damas de su país. Quien mejor entiende la nueva perspectiva en música es Haydn, quien con sus últimas sinfonías abre la puerta hacia el naturalismo cósmico de Beethoven. Recién estrenado el siglo XIX los románticos proclaman solemnemente, como filosofía y como poética, el retorno a la Naturaleza.
Es una proclamación paradójica pues el retorno supone una estancia previa que en realidad no se había producido o que, cuando menos, el arte no había expresado. Es difícil encontrar en la anterior historia artística europea formulaciones afines a la romántica. El mito de la Naturaleza, con su grandiosidad mística y su fuerza salvadora —un mito que, aunque empalidecido, se perpetúa en nuestra ecología contemporánea— apenas tiene precedentes fragmentarios y dispersos.
Escritos sobre el sacrificio y la celebración de la belleza
Rafael Argullol
Editorial Acantilado, 2013
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domingo, 7 de junio de 2015
"Mundos" - Gertrud Kolmar
Se dice que Gertrud Kolmar es una poeta "extrañamente desconocida", porque la calidad de sus poemas es muy alta y porque apenas se ha hablado de ella desde que muriera en el holocausto alemán a manos de esos salvajes que despreciaban la vida.
Sin embargo, no creo que el adjetivo "extrañamente" sea aquí el adecuado: creo que, más bien, se trata de otro caso más de silenciamiento de la voz de una mujer. Su primo carnal era Walter Benjamin, quiero decir.
Cuenta en el prólogo Berta Vias Mahou que la personalidad de esta poeta era especialmente introvertida y que no se relacionaba con otras personas de círculos literarios o de apenas otros ámbitos que no fuera su propia familia. Se dedicó durante su juventud a la literatura y la enseñanza, y mientras los judíos rápidamente iban perdiendo libertades y el resto de su familia huía aterrorizada, ella permaneció en Berlín junto a su padre hasta el final y por tanto, murió. No se sabe exactamente cómo, pero murió. Aún con media vida por delante y perdiéndose así buena parte de la obra que había escrito y la totalidad de aquella que le faltaba por escribir.
Algunos de sus poemas (que escondía celosamente) fueron publicados a sus espaldas por un editor amigo de su padre. Después, se han recuperado otros textos que guardaron familiares y conocidos. Y hoy, casi 80 años después de haber sido escritos, tenemos estos poemas rescatados entre las manos, que se han publicado respetando el orden original, modificado por editores caprichosos en algunas ediciones.
Algunos de sus poemas...
DE LA OSCURIDAD
De la oscuridad vengo yo, una mujer.
Llevo un niño, ya no sé de quién;
en otro tiempo lo supe.
Pero no hay más hombre para mí...
Todos se han hundido a mi paso, como un riachuelo
que la tierra bebió.
Avanzo, más y más lejos.
Porque quiero alcanzar las montañas antes de que se haga
de día, y ya se apagan las estrellas.
De la oscuridad vengo yo.
Marchaba sola por las oscuras callejas
cuando de pronto se abalanzó una luz, despedazando
con sus garras la blanda negrura,
el leopardo a la cierva,
y una puerta abierta del todo escupió una espantosa
algarabía, un griterío salvaje, un aullido animal.
Unos borrachos se revolcaron...
Todo esto lo sacudí del borde de mis ropas por el camino.
Y atravesé el mercado desierto.
Las hojas nadaban en los charcos, que reflejaban la luna.
Perros flacos, ansiosos, olisqueaban desperdicios
sobre las piedras.
Pisoteadas, se pudrían las frutas,
y un viejo cubierto de harapos seguía torturando
su pobre instrumento de cuerda.
Cantaba en voz baja un desafinado lamento,
sin ser oído.
Y aquellas frutas que en otro tiempo maduraron al sol,
con el rocío,
aún soñaban con el perfume y la dicha de la amorosa flor,
pero el mendigo quejumbroso
hacía tiempo que lo había olvidado y no conocía ya
más que el hambre y la sed.
Ante el palacio del poderoso me detuve en silencio,
y cuando pisé el escalón más bajo,
el porfirio rojo carne estalló, partiéndose
bajo mi suela.
Me volví
y miré hacia arriba, hacia la ventana vacía, la tardía vela
del pensador,
que meditaba, meditaba, y jamás se libró de su pregunta,
y hacia la lamparilla velada del enfermo que, por supuesto,
no estudió
la forma en que habría de morir.
Bajo los arcos del puente
dos esqueletos horribles se pegaban por el oro.
Yo alcé mi pobreza como un escudo gris ante mi rostro
y seguí mi camino sin ser molestada.
A lo lejos el río habla con sus orillas.
Ahora tropiezo al subir por el sendero de piedra,
recalcitrante.
Los guijarros, los matorrales de espinas hieren las manos
que tantean a ciegas:
esperan un gruta,
que en la más profunda hendidura alberga al cuervo
verde metálico, el que no tiene nombre.
Entraré ahí,
me acurrucaré bajo la sombra de sus grandes alas
y descansaré.
Amodorrada, escucharé cómo crece la muda voz de mi hijo
y dormiré, con la frente inclinada hacia el este,
hasta la salida del sol.
EL ÁNGEL EN EL BOSQUE
Dame tu mano, tu mano querida, y ven conmigo,
pues queremos alejarnos de los hombres.
Son mezquinos, ruines, y su mezquina ruindad nos odia
y mortifica.
Sus ojos rondan maliciosos por nuestro rostro y su oído ávido
manosea las palabras de nuestra boca.
Recogen beleño...
Así que huyamos
a los campos soñadores que, gentiles, con flores y hierba,
confortan nuestros pies vagabundos,
al borde del río que, con paciencia, carga sobre su espalda
imponentes fardos, pesados barcos repletos de mercancías,
con los animales del bosque, que no murmuran.
Ven.
La niebla del otoño vela y humedece el musgo con brillos
mates, esmeralda.
Ruedan las hojas del haya, tesoro de monedas de bronce dorado.
Por delante de nuestros pasos, llama roja, temblorosa,
salta la ardilla.
Alisos negros, retorcidos, silban junto al pantano
en el resplandor cobrizo del atardecer.
Ven.
Porque el sol se ha puesto, se ha acostado en su cueva
y su aliento cálido, rojizo, se apaga.
Ahora se abre una bóveda.
Bajo el arco azul grisáceo entre las coronadas columnas
de los árboles estará el ángel,
alto, esbelto, sin alas.
Su semblante es dolor.
Y su vestido tiene la palidez glacial de las estrellas
que centellean en las noches de invierno.
El que es,
que no habla, no debe, sólo es,
que no conoce maldición alguna ni trae la bendición y que no
peregrina a las ciudades al encuentro de lo que muere:
no nos mira
en su silencio de plata.
Pero nosotros le miramos,
porque somos dos y estamos desamparados.
Tal vez
caiga una hoja seca, marrón, sobre su hombro,
resbale.
Nosotros la recogeremos y la guardaremos,
antes de seguir adelante.
Ven, amigo mío; conmigo, ven.
La escalera en casa de mi padre es oscura, tortuosa, estrecha,
pero ahora es la casa de la huérfana, y en ella
vive gente extraña.
Llévame.
En la puerta la vieja llave oxidada se resiste
a mis débiles manos.
Ahora chirriando se cierra.
Mírame ahora en la oscuridad, tú, desde hoy mi patria.
Pues tus brazos se erigirán para mí en muros protectores,
y tu corazón será mi aposento y tu ojo mi ventana,
por la que brilla el amanecer.
Y la frente se alza a tu paso.
Tú eres mi casa en cualquier calle del mundo, en cualquier
hondonada, en cualquier colina.
Tú, mi techo, languidecerás conmigo extenuado
bajo el mediodía abrasador, te estremecerás conmigo
cuando azote una tormenta de nieve.
Pasaremos hambre y sed, juntos resistiremos,
juntos un día caeremos al borde del camino, cubierto de polvo,
y lloraremos...
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domingo, 3 de febrero de 2013
"El enamorado de la Osa Mayor" - Sergiusz Piasecki
Es imprescindible hablar de las
condiciones en que fue escrito este libro y de la leyenda que lo rodea, antes
de contar la historia que contiene y explicar por qué es tan especial. Se trata
de una historia real: Sergiusz Piasecki (1901-1964) fue encarcelado por delitos
derivados de sus actividades como traficante y espía, por lo que fue condenado
a la pena de muerte. Durante su reclusión, solicitó material de escritura y
escribió una obra maestra titulada “El enamorado de la Osa Mayor”, sin haber
recibido ningún tipo de formación literaria en toda su vida. Ahí reside uno de
sus principales reclamos.
Este libro no es una autobiografía, pero la vida del
protagonista sí contiene multitud de paralelismos con la de su creador. Al
parecer, una vez plasmado el punto y final de la novela, Piasecki se la entregó
a su carcelero sin darle mayor importancia, y éste, por suerte, la tuvo en
consideración e hizo que llegara a manos del juez. Así fue como Piasecki se
libró de la pena de muerte y como consiguió poco después, durante un traslado,
la ansiada libertad. Su libro se convirtió en un éxito de ventas y él se esfumó
sin que se sepa con seguridad dónde se perdió su rastro. Durante ese tiempo de
libertad escribió alguna algún otro libro basado en sus vivencias belicosas, y
también sátira política.
“El enamorado de la Osa Mayor” es uno de los más hermosos y
mejor escritos que he leído nunca. Se divide en tres partes de hipnóticos títulos: “Bajo las ruedas del
carro”, “Por los senderos de los lobos” y “Los fantasmas de la frontera”. Está
acompañado por una de las mejores introducciones de la historia de la
literatura, donde explica brevemente y con mucha intensidad y vitalismo sus
experiencias como contrabandista en la frontera rusa.
El primer capítulo comienza exactamente cuando el
protagonista, Władek, se enrola en la primera de sus rutas como contrabandista,
con una portadera a cuestas cargada con material para transportar de incógnito
y vender al otro lado de la frontera, junto con un grupo de piratas avezados
que le sirven de guía y le enseñan las claves del oficio. Con el paso de los
meses Władek sufre emboscadas de los soldados rusos, vive al límite, borra de
su mente la diferencia entre el bien y el mal y aprende a amar la libertad y la
naturaleza de una forma salvaje.
Precisamente este libro es una oda a la libertad. Władek
pronto se ve atraído por la fueraza de las estrellas y aprende a amarlas,
reconocerlas y dejarse guiar por ellas. Llega incluso a bautizar a cada una de
las siete estrellas que conforman la constelación de la Osa Mayor (o Carro
Mayor, de ahí el título del primer capítulo). No hay fajo de billetes por los
que cambie su vida al aire libre, ni palacio que le resulte más seguro que una
guarida en el bosque. Se siente más cómodo rodeado de pájaros, lobos y
salteadores de caminos que de ciudadanos en una gran urbe.
La magia proviene tanto del embrujo de la naturaleza como de
la forma de pensar de Władek: muestra un camino alternativo y asegura que otra
forma de vida es posible. Además, el hecho de ser un libro tan lírico y cuidado
contrasta con la historia que cuenta (salvaje, peligrosa, descarnada).
El argumento, trepidante, deja sin resuello al lector, no da
tregua. Sin embargo, a la vez el texto está plagado de frases sutiles y
delicadas, y descripciones gloriosas. Por todo ello, este libro es pura magia,
y una muestra perfecta de literatura de la más alta calidad.
«Camino a través del bosque hacia el sendero que conduce a
Zatyczno. En la lejanía, se oyen los suspiros sordos y pesados de los truenos.
Se acercan. Se desencadena un viento que corre por las alturas, por las
cúspides de los árboles, llenando el bosque de un rumor quejumbroso. Cierra la
noche. A duras penas me abro paso entre los árboles. De improviso, un largo
relámpago verde cae sobre el bosque. Abajo, casi en las entrañas de la tierra,
se oye el trueno que huye hacia las tinieblas en oleadas grávidas... Otro
relámpago, ahora amarillo, corta el aire... El tercero, rojo, explota como un
fuego de artificio... El cuarto, dorado, se entrelaza con la oscuridad en la
lotananza... El quinto, blanco, arranca la noche de la tierra y, durante un
rato, puedo ver con toda claridad cada tronco, cada rama, cada hoja... Después,
los relámpagos caen a puñados. Se entrecruzan, se esquivan... Uno corre en pos
del otro. Derraman torrentes de luz entre los árboles. El aire vibra... Los
árboles tiemblan... Un huracán... El viento rompe ramas y derriba árboles. Los
relámpagos hacen trizas los pinos, los abetos y los abedules más robustos. El
bosque se estremece... »
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sábado, 2 de febrero de 2013
Jaime Gil de Biedma y Juan Ferraté: cartas y artículos
"En todo ello quizá influya el rumbo que está tomando nuestro país, que me resulta poco apetecible y que me hace temer que dentro de unos años seré un ante anacrónico. Parece que Epaña, que es un país feudal que no ha tenido feudalismo, y un país burgués que jamás ha hecho la revolución burguesa, se prepara para ser un país neocapitalista sin gran capitalismo. Vamos a la economía de consumo, pero de un consumo mínimo: nuestro porvenir consiste en convertirnos en el menos desarrollado de los países desarrollados. Es decir: adquiriremos nuevas miserias y nuevos defectos sin perder ninguno de los antiguos. Creo que hemos entrado resueltamente por ese camino y ni siquiera la inmediata caída de Franco y un colapso político –cosas, una y otra, casi por completo improbables– nos salvarían ya: el «milagro español» está en marcha y participaremos de la prosperidad europea a escala española; tendremos una prosperidad pequeña, bastante sórdida, pero que permitirá a todo quisque hablar con aire de superioridad de la falta de libertad y la falta de automóviles en las democracias populares.”
Carta de Jaime Gil de Biedma a Juan Ferraté. 6 de abril de 1962.
Ellos lo sabían.
Jaime Gil de Biedma: cartas y artículos. Juan Ferraté. Acantilado, 2009.
viernes, 14 de septiembre de 2012
"Historia de la muerte en Occiente: Desde la Edad Media hasta nuestros días" - Philippe Ariès
Los cementerios, siempre silenciosos e inquietantemente acogedores, también misteriosos y un poco lúgubres a veces, son lugares perfectos para la reflexión, el espacio más parecido al campo dentro de las grandes ciudades. Lo cierto es que para algunos es una bendición que la gente los rehuya. Es interesante comparar las lápidas más sencillas y casi anónimas con las capillas en formato miniatura a modo de casita para tumbas que los más ricos se hacen construir a veces: diminutos templos donde el paso del tiempo vuelve a reunir sucesivas generaciones de una misma familia. Siempre es sorprendente encontrarse con fotografías del difunto junto a su nombre y las dos fechas definitivas que prueban su paso por el mundo, o los ramilletes de flores artificiales que lucen su colorido hasta que inevitablemente también se pudren, y los resquebrajados traga-luces que inspiran ternura, con sus tumbas colocadas en la parte inferior.
Este es un estudio sobrio y riguroso (enlutado y elegante, lustrosos los zapatos) que esclarece esas cuestiones y detalla la evolución de la relación de la sociedad occidental con sus muertos.
Y ésta es una de las claves sobre las que reflexiona Ariès: qué ha ocurrido desde la Edad Media para que se haya producido el desapego actual imperante entre los vivos y los muertos. Aunque depende de la época y del lugar (incluso de las clases sociales y de las tradiciones exclusivamente familiares) a grandes rasgos se ha ido dilatando la distancia entre unos y otros. Ya no sólo a la hora de las visitas a los cementerios para llevar flores a los difuntos, sino incluso en la forma de expresar el dolor en el momento de la pérdida. Ariès lo explica así de bien en uno de mis pasajes favoritos:
“(...) El tabú de la muerte sucede de pronto a un muy largo período de varios siglos, durante los cuales la muerte era un espectáculo público al que nadie habría tenido la idea de sustraerse y que llegaba incluso a ser apetecido. ¡Qué rápida inversión!
Una causalidad inmediata aparece enseguida: se trata de la necesidad de la felicidad, del deber moral y la obligación social de contribuir a la felicidad colectiva evitando toda causa de tristeza o de hastío, simulando estar siempre feliz, incluso si se ha tocado el techo del desamparo. Mostrando algún signo de tristeza, se peca contra la felicidad, se la cuestiona, y la sociedad corre entonces el riesgo de perder su razón de ser.”
Esa última frase me parece terrible, por lo real: es aplicable a muchos otros momentos de la vida en los que un miembro de la sociedad bienpensante debe obrar en contra de sus emociones para no desequilibrar la paz del resto. Es injusto y es absurdo, pero es cierto que generalmente es así como sucede.
Otro momento llamativo en la historia del tratamiento de los muertos es aquél en el que se ordenó trasladar los cementerios a las afueras de las ciudades, tras comprobar que convivir entre lápidas era motivo de insalubridad: en cuestiones de higiene, son increíbles los avances, retrocesos y posteriores redescubrimientos que ha habido. Pero la mejor idea que aparece en este libro, para solucionar este embarazoso asunto, son los cementerios dispuestos a lo largo de los caminos que llevaban a las ciudades: tumbas dispuestas a ambos lados dando la bienvenida o despidiendo al viajero.
Es curioso meditar también sobre el hecho de que no sólo la relación con los muertos ha cambiado, sino que también la forma de morir es ahora diferente. Ha desaparecido la escena antigua de la familia congregada en la habitación del moribundo alrededor de su cama en compañía del sacerdote, con muertes rápidas (porque incluso las enfermedades más banales solían ser mortales). Son situaciones que nada tienen que ver con las actuales, enmarcadas dentro de hospitales mecanizados donde la higiene se cuela incluso en las emociones de quienes acompañan al moribundo en su último aliento. La familia asiste a agonías más largas y asépticas de un moribundo apenas reconocible bajo metros de tubos, máquinas, pitidos y batas blancas, que en ocasiones ya está en realidad muerto a pesar de conservar artificialmente un pulso débil. Ahora generalmente se le priva de su propia muerte, impidiéndole decidir el cómo, el cuándo y el dónde en última instancia, como si se tratase de un menor o un deficiente mental, e incluso se le oculta la gravedad de su estado haciéndole creer en enfermedades leves o en recuperaciones imposibles.
“La muerte de antaño era una tragedia –a menudo cómica– en la que uno representaba el papel del que va a morir. La muerte de hoy en día es una comedia –siempre dramática– donde uno representa el papel del que no sabe que va a morirse.”
El luto, como el resto de muestras de decoro y elegancia básicas en cualquier situación, también se ha erradicado ya casi por completo, sobre todo en las ciudades. Eso sí me parece grave, por lo que conlleva. Como decía Javier Marías hablando de costumbres y educación, qué más se puede esperar después de comprobar que existe gente se sienta a comer con la gorra puesta.
El único aspecto negativo de este libro es que lo conforman artículos sueltos que vieron la luz en diferentes momentos, por lo que en ocasiones las ideas se repiten y al leer se tiene la extraña sensación de haber comenzado equivocadamente un capítulo ya leído. Pero merece la pena perderse entre sus páginas y conocer los motivos sociológicos y psicológicos que conducen a los vivos a tratar a sus muertos como si ya no se encontrasen entre nosotros.
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jueves, 5 de julio de 2012
"La liebre con ojos de ámbar: Una herencia oculta" - Edmund de Waal
Este es el recorrido cronológico de una colección de arte a través de una gran familia de origen austriaco. La colección, compuesta por más de doscientas miniaturas japonesas de madera y marfil llamados netsuke, va siendo heredada por los miembros de la familia de forma sucesiva, recorriendo el mundo. Mientras, a través de prolijas semblanzas, se va presentando a los diferentes dueños de la colección, a la vez que se traza un viaje por la historia de la Europa de los siglos XIX y XX.
Edmund de Waal es ceramista profesional, sus obras se han expuesto en importantes galerías de arte y actualmente es profesor de cerámica en la Universidad de Westminster. Resulta difícil creer que éste sea su primer libro porque está escrito con una soltura y una elegancia más propias de alguien que llevase muchos años dedicando su tiempo a la literatura. La narración tiene una cadencia que, de alguna manera, podría decirse que recuerda al girar de un torno de alfarero: lo suficientemente rápido como para crear figuras geométricas y sólidas y, a la vez, lo bastante lento como para que el ceramista sea capaz de moldear minuciosamente la materia que surge y toma forma desde sus manos.
Siguiendo con el mismo símil, la narración posee también esa peculiaridad hipnótica que caracteriza al torno giratorio: aquel que, curioso, observara el proceso, quedaría al instante atrapado por el hechizo, la cadencia de la rueda y el brotar enigmático de las formas en el barro. Así pues, el lector que despliegue ante sí las páginas de este libro, quedará atrapado entre sus mágicas líneas y la estupenda edición (elegante y, como siempre, muy cuidada) de Acantilado.
El libro está basado en una historia absolutamente verídica y avanza en base a quién hereda en cada momento la colección de miniaturas, explicando tanto su vida y costumbres como el contexto histórico en que se enmarca. Para conocer los detalles de la biografía de cada uno de sus antepasados, Edmund de Waal ha pasado dos años investigando, buscando entre los recuerdos de sus familiares vivos y en las cartas y otros documentos que han permanecido a través del tiempo. El personaje más llamativo de todos ellos quizá sea la abuela de Edmund, Elisabeth de Waal (Viena, 1899 – Monmouth, 1991), quien de joven tuvo la gran fortuna de cartearse con el poeta Rainer María Rilke (Praga, 1875 – Val-Mont, 1926). En este pasaje se explica que la correspondencia fue fruto de la profunda admiración que sentía Elisabeth por la literatura del poeta, quien además se mostraba muy prolijo en sus cartas, rellenando para cada una de ellas varias hojas de papel, añadiendo textos inéditos y manteniendo a su amiga al tanto de sus nuevos proyectos.
Cuando abrimos el libro, una de las primeras cosas que encontramos es un árbol genealógico de la familia que lo protagoniza, de apellido Ephrussi. Así, a través de esta presentación esquemática, es muy sencillo visualizar a qué altura del árbol nos situamos a medida que va avanzando el libro. París, Viena, Tokio, Londres... nada puede salir mal. La colección de netsuke sirve de guía en este viaje. Que ustedes lo disfruten.
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