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domingo, 18 de septiembre de 2022

Dos de noviembre


  No quiero

que mis muertos descansen en paz

tienen la obligación

de estar presentes

vivientes en cada flor que me robo

a escondidas

al filo de la medianoche

cuando los vivos al borde del insomnio

juegan a los dados

y enhebran su amargura


los conmino a estar presentes

en cada pensamiento que desvelo.


No quiero que los míos

se me olviden bajo tierra

los que allí se acostaron

no resolvieron la eternidad.


No quiero

que a mis muertos me los hundan

me los ignoren

me los hagan olvidar

aquí o allá

en cualquier hemisferio


los obligo a mis muertos

en su día.

Los descubro, los trasplanto

los desnudo

los llevo a la superficie

a flor de tierra

donde está esperándolos

el nido de la acústica.



 

"Los dones previsibles", Stella Díaz Varín. 
Editorial Cuarto Propio, 1992


miércoles, 28 de marzo de 2018

"Los muertos y los vivos" - Sharon Olds


La poesía de Sharon Olds me representa.

Quisiera soñar todas las noches que paseo por las habitaciones de su cabeza. El ritmo de su escritura marca el compás de mis pasos. Aspiro a vivir en un estado de ánimo del mismo color que esta poesía.

GRANDES AMIGAS
El día que mi hija cumplió diez años, pensé en esa
capa lacia, verdosa y brillante de tu
pelo dorado. En la última semana de
tu vida, cuando iba cada día después de clase,
solía escudriñar el sendero hasta tu puerta,
una pared impenetrable como tus cabellos. Intentaba
descifrar su arquitectura, torciendo el gesto
en busca de una señal.
El último día ―sin huella
alguna en el sendero, ni una piedra fuera de sitio―
las enfermeras no me dejaron entrar.

Teníamos nueve años. Nunca habíamos mencionado la muerte
o hacernos mayores. No te había imaginado
muerta
más que tú a mí
ser madre. Pero cuando tuve a mi hija
le puse tu nombre, como si te extrajese
por una grieta entre los ladrillos.
   Ahora tiene diez años,
   Liddy.
Te ha sobrevivido, con su pelo negro fulgente como
la tierra en la que se moldeó el camino,
el sendero hacia ti.


Olds es literatura de verdad: que brota desde los recuerdos más íntimos, de las vísceras y de los genitales; tan limpia y tan sucia como sólo puede serlo el ser humano. Precisamente, da la impresión de que a Olds no le asusta ser humana. Y esto no es tan habitual. Mientras la mayoría pasa de puntillas por su única oportunidad para pisar el mundo, Olds escarba la tierra con las uñas de pies y manos, le muestra los colmillos a cada nueva bocanada de aire.


EL SIGNO DE SATURNO
Algunas veces mi hija me mira con un
oscuro gesto de ámbar, como mi padre
a punto de desmayarse de indignación, y recuerdo
que ella nació bajo el signo de Saturno,
el padre que devoró a sus hijos. A veces
su oscura y muda nuca
me recuerda a él inconsciente en el sofá
cada noche, con la cara vuelta.
Algunas veces le oigo hablar con su hermano
con esa frialdad que en él pasaba por madurez,
esa rabia endurecida por la voluntad, y cuando ella se enfurece
en su habitación, y da un portazo,
puedo ver su espalda, vacía y vasta,
cuando él se desvanecía para escapar de nosotros,
y se tumbaba mientras el bourbon convertía su cerebro
en carbón. A veces veo ese carbón
ígneo en los ojos de mi hija. Al hablar con ella,
intentando persuadirla hacia lo humano, su carita
limpia se ladea como si no pudiera
oírme, como si estuviera atenta
a la sangre de su propio oído, en vez de a mí,
a la voz de su abuelo.


En “Los vivos y los muertos” hay lugar para sus padres y hermanos, una mirada a un pasado hostil; también, para su marido e hijos, su presente y sus recuerdos recientes. Palpita de vida cada verso, sangra cada palabra, casi se respiran los olores. El pasado se refleja cruel en las pupilas de sus hijos, pero Olds hace que el terror al paso del tiempo se convierta en arte cuando se detiene el tiempo suficiente para transformar la vida en poesía.


LA ÚNICA CHICA EN LA FIESTA DE LOS CHICOS
Cuando llevo a nuestra hija a la fiesta de la piscina
la dejo entre los chicos. Ellos dominan y
se agitan, ella allí elegante y pulcra,
con su sobresaliente en matemáticas desplegado en el aire.
Se quedarán en bañador, su cuerpo duro,
Indivisible como un número primo,
se tirarán en la parte que más cubre, restará
ella su altura de tres metros, lo dividirá por
miles de litros de agua, números
que rebotan en su cerebro igual que las moléculas de cloro
en el claro azul de la piscina. Cuando salgan,
su coleta, como un lápiz negro, le colgará
por la espalda, su apretado bañador de seda
con dibujos de hamburguesas y patatas fritas
relucirá en el aire festivo, y verán
su cara dulce, solemne y
sellada, factor de uno, y verá
sus ojos, dos por barba,
sus piernas, dos por barba, y las curvas de sus sexos,
uno por barba, y en la cabeza hará su
frenética manipulación, como las gotas
brillan y caen elevadas a mil desde su cuerpo.


viernes, 14 de septiembre de 2012

"Historia de la muerte en Occiente: Desde la Edad Media hasta nuestros días" - Philippe Ariès


Los cementerios, siempre silenciosos e inquietantemente acogedores, también misteriosos y un poco lúgubres a veces, son lugares perfectos para la reflexión, el espacio más parecido al campo dentro de las grandes ciudades. Lo cierto es que para algunos es una bendición que la gente los rehuya. Es interesante comparar las lápidas más sencillas y casi anónimas con las capillas en formato miniatura a modo de casita para tumbas que los más ricos se hacen construir a veces: diminutos templos donde el paso del tiempo vuelve a reunir sucesivas generaciones de una misma familia. Siempre es sorprendente encontrarse con fotografías del difunto junto a su nombre y las dos fechas definitivas que prueban su paso por el mundo, o los ramilletes de flores artificiales que lucen su colorido hasta que inevitablemente también se pudren, y los resquebrajados traga-luces que inspiran ternura, con sus tumbas colocadas en la parte inferior.

Este es un estudio sobrio y riguroso (enlutado y elegante, lustrosos los zapatos) que esclarece esas cuestiones y detalla la evolución de la relación de la sociedad occidental con sus muertos.

Y ésta es una de las claves sobre las que reflexiona Ariès: qué ha ocurrido desde la Edad Media para que se haya producido el desapego actual imperante entre los vivos y los muertos. Aunque depende de la época y del lugar (incluso de las clases sociales y de las tradiciones exclusivamente familiares) a grandes rasgos se ha ido dilatando la distancia entre unos y otros. Ya no sólo a la hora de las visitas a los cementerios para llevar flores a los difuntos, sino incluso en la forma de expresar el dolor en el momento de la pérdida. Ariès lo explica así de bien en uno de mis pasajes favoritos: 

“(...) El tabú de la muerte sucede de pronto a un muy largo período de varios siglos, durante los cuales la muerte era un espectáculo público al que nadie habría tenido la idea de sustraerse y que llegaba incluso a ser apetecido. ¡Qué rápida inversión!

Una causalidad inmediata aparece enseguida: se trata de la necesidad de la felicidad, del deber moral y la obligación social de contribuir a la felicidad colectiva evitando toda causa de tristeza o de hastío, simulando estar siempre feliz, incluso si se ha tocado el techo del desamparo. Mostrando algún signo de tristeza, se peca contra la felicidad, se la cuestiona, y la sociedad corre entonces el riesgo de perder su razón de ser.

Esa última frase me parece terrible, por lo real: es aplicable a muchos otros momentos de la vida en los que un miembro de la sociedad bienpensante debe obrar en contra de sus emociones para no desequilibrar la paz del resto. Es injusto y es absurdo, pero es cierto que generalmente es así como sucede.

Otro momento llamativo en la historia del tratamiento de los muertos es aquél en el que se ordenó trasladar los cementerios a las afueras de las ciudades, tras comprobar que convivir entre lápidas era motivo de insalubridad: en cuestiones de higiene, son increíbles los avances, retrocesos y posteriores redescubrimientos que ha habido. Pero la mejor idea que aparece en este libro, para solucionar este embarazoso asunto, son los cementerios dispuestos a lo largo de los caminos que llevaban a las ciudades: tumbas dispuestas a ambos lados dando la bienvenida o despidiendo al viajero.

Es curioso meditar también sobre el hecho de que no sólo la relación con los muertos ha cambiado, sino que también la forma de morir es ahora diferente. Ha desaparecido la escena antigua de la familia congregada en la habitación del moribundo alrededor de su cama en compañía del sacerdote, con muertes rápidas (porque incluso las enfermedades más banales solían ser mortales). Son situaciones que nada tienen que ver con las actuales, enmarcadas dentro de hospitales mecanizados donde la higiene se cuela incluso en las emociones de quienes acompañan al moribundo en su último aliento. La familia asiste a agonías más largas y asépticas de un moribundo apenas reconocible bajo metros de tubos, máquinas, pitidos y batas blancas, que en ocasiones ya está en realidad muerto a pesar de conservar artificialmente un pulso débil. Ahora generalmente se le priva de su propia muerte, impidiéndole decidir el cómo, el cuándo y el dónde en última instancia, como si se tratase de un menor o un deficiente mental, e incluso se le oculta la gravedad de su estado haciéndole creer en enfermedades leves o en recuperaciones imposibles.

La muerte de antaño era una tragedia –a menudo cómica– en la que uno representaba el papel del que va a morir. La muerte de hoy en día es una comedia –siempre dramática– donde uno representa el papel del que no sabe que va a morirse.

El luto, como el resto de muestras de decoro y elegancia básicas en cualquier situación, también se ha erradicado ya casi por completo, sobre todo en las ciudades. Eso sí me parece grave, por lo que conlleva. Como decía Javier Marías hablando de costumbres y educación, qué más se puede esperar después de comprobar que existe gente se sienta a comer con la gorra puesta. 

El único aspecto negativo de este libro es que lo conforman artículos sueltos que vieron la luz en diferentes momentos, por lo que en ocasiones las ideas se repiten y al leer se tiene la extraña sensación de haber comenzado equivocadamente un capítulo ya leído. Pero merece la pena perderse entre sus páginas y conocer los motivos sociológicos y psicológicos que conducen a los vivos a tratar a sus muertos como si ya no se encontrasen entre nosotros.

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