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sábado, 6 de abril de 2019

"Ultima hora", un poema de Sharon Olds



En el medio de la noche, me hice una cama
en el piso, alineándola fielmente a mi madre,
la cabecera hacia las colinas, los pies hacia la Bahía donde
los pájaros vadean para buscar moluscos me acosté,
y el primer cascabel de la muerte sonó
con su autoridad del desierto. Ella tenía ese aspecto de
niño cantor en un ventarrón,
pero su cara se había vuelto más material,
como si los tejidos, almacenados con su vida,
estuvieran siendo reemplazados desde algún abastecimiento general
de jaleas y resinas. Su cuerpo la respiraba,
crujidos y chasquidos de mucosidad, y después
ella no respiraba. A veces parecía
que no era mi madre, como si hubiera sido sustituida
por un ser más adecuado a esa tarea,
una criatura más simple y más calma, y sin embargo
saturada del anhelo de mi madre.
La palma de mi mano le rodeaba la coronilla
donde latía su corazón feroz, la otra mano sobre su
hombro pequeño, me mantuve a la par de ella,
y entonces empezó a apurarse,
a adelantarse, después se quedó quieta y su
lengua, manchada con motas de maná,
se levantó, y un jadeo se formó en su boca,
como si lo hubieran forzado a entrar, después la calma.
Después otro suspiro, como de alivio, y después
la paz. Esto siguió por un rato, como si ella estuviera
expresando, sin apuro,
sus sentimientos sobre este lugar, su tierna
y apesadumbrada conclusión, y después, contra
la palma de mi mano en su cabeza, el regalo de no
sufrir, ningún latido;
por momentos, sus labios parecían curvarse
y después sentí que ella no estaba ahí,
sentí como si ella siempre hubiera querido
escaparse y ahora se hubiera escapado.
Entonces se transformó,
despacio, en una cosa de hueso,
que marcaba el lugar donde ella había estado.



Sharon Olds
Traducción: Inés Garland e Ignacio Di Tullio
Ediciones Gog y Magog, Buenos Aires, 2015
217 páginas

Contiene poemas de:

-"Satán dice"
-"Los muertos y los vivos"
-"La celda de oro"
-"El padre"
-"El manantial"
-"Sangre, lata y paja"
-"La habitación sin barrer"
-"Una cosa secreta"

Y es una auténtica maravilla. Es un libro carísimo y creo que ya inencontrable en los circuitos de librería nueva, al menos en España. Es una de mis joyas...



miércoles, 28 de marzo de 2018

"Los muertos y los vivos" - Sharon Olds


La poesía de Sharon Olds me representa.

Quisiera soñar todas las noches que paseo por las habitaciones de su cabeza. El ritmo de su escritura marca el compás de mis pasos. Aspiro a vivir en un estado de ánimo del mismo color que esta poesía.

GRANDES AMIGAS
El día que mi hija cumplió diez años, pensé en esa
capa lacia, verdosa y brillante de tu
pelo dorado. En la última semana de
tu vida, cuando iba cada día después de clase,
solía escudriñar el sendero hasta tu puerta,
una pared impenetrable como tus cabellos. Intentaba
descifrar su arquitectura, torciendo el gesto
en busca de una señal.
El último día ―sin huella
alguna en el sendero, ni una piedra fuera de sitio―
las enfermeras no me dejaron entrar.

Teníamos nueve años. Nunca habíamos mencionado la muerte
o hacernos mayores. No te había imaginado
muerta
más que tú a mí
ser madre. Pero cuando tuve a mi hija
le puse tu nombre, como si te extrajese
por una grieta entre los ladrillos.
   Ahora tiene diez años,
   Liddy.
Te ha sobrevivido, con su pelo negro fulgente como
la tierra en la que se moldeó el camino,
el sendero hacia ti.


Olds es literatura de verdad: que brota desde los recuerdos más íntimos, de las vísceras y de los genitales; tan limpia y tan sucia como sólo puede serlo el ser humano. Precisamente, da la impresión de que a Olds no le asusta ser humana. Y esto no es tan habitual. Mientras la mayoría pasa de puntillas por su única oportunidad para pisar el mundo, Olds escarba la tierra con las uñas de pies y manos, le muestra los colmillos a cada nueva bocanada de aire.


EL SIGNO DE SATURNO
Algunas veces mi hija me mira con un
oscuro gesto de ámbar, como mi padre
a punto de desmayarse de indignación, y recuerdo
que ella nació bajo el signo de Saturno,
el padre que devoró a sus hijos. A veces
su oscura y muda nuca
me recuerda a él inconsciente en el sofá
cada noche, con la cara vuelta.
Algunas veces le oigo hablar con su hermano
con esa frialdad que en él pasaba por madurez,
esa rabia endurecida por la voluntad, y cuando ella se enfurece
en su habitación, y da un portazo,
puedo ver su espalda, vacía y vasta,
cuando él se desvanecía para escapar de nosotros,
y se tumbaba mientras el bourbon convertía su cerebro
en carbón. A veces veo ese carbón
ígneo en los ojos de mi hija. Al hablar con ella,
intentando persuadirla hacia lo humano, su carita
limpia se ladea como si no pudiera
oírme, como si estuviera atenta
a la sangre de su propio oído, en vez de a mí,
a la voz de su abuelo.


En “Los vivos y los muertos” hay lugar para sus padres y hermanos, una mirada a un pasado hostil; también, para su marido e hijos, su presente y sus recuerdos recientes. Palpita de vida cada verso, sangra cada palabra, casi se respiran los olores. El pasado se refleja cruel en las pupilas de sus hijos, pero Olds hace que el terror al paso del tiempo se convierta en arte cuando se detiene el tiempo suficiente para transformar la vida en poesía.


LA ÚNICA CHICA EN LA FIESTA DE LOS CHICOS
Cuando llevo a nuestra hija a la fiesta de la piscina
la dejo entre los chicos. Ellos dominan y
se agitan, ella allí elegante y pulcra,
con su sobresaliente en matemáticas desplegado en el aire.
Se quedarán en bañador, su cuerpo duro,
Indivisible como un número primo,
se tirarán en la parte que más cubre, restará
ella su altura de tres metros, lo dividirá por
miles de litros de agua, números
que rebotan en su cerebro igual que las moléculas de cloro
en el claro azul de la piscina. Cuando salgan,
su coleta, como un lápiz negro, le colgará
por la espalda, su apretado bañador de seda
con dibujos de hamburguesas y patatas fritas
relucirá en el aire festivo, y verán
su cara dulce, solemne y
sellada, factor de uno, y verá
sus ojos, dos por barba,
sus piernas, dos por barba, y las curvas de sus sexos,
uno por barba, y en la cabeza hará su
frenética manipulación, como las gotas
brillan y caen elevadas a mil desde su cuerpo.


martes, 4 de abril de 2017

La pasión según G.H. - Clarice Lispector


Leer “La pasión según G.H.” es como asistir a una performance en directo, en la que la actriz coge tu mano y empieza un monólogo largo y extraño, se diría que filosófico, brutalmente intimista y un tanto desquiciado, mientras ella mantiene los ojos abiertos pero está mirando hacia dentro (ojos en blanco, ojos de ciega, y sientes la presión de su mano en tu mano, que se va haciendo más fuerte a medida que se desgranan las palabras, temes que te pueda hacer daño).

Lispector reduce la existencia a plasma informe e impulsos eléctricos, se basa en la contemplación de una habitación vacía en la que irrumpe una cucaracha silenciosa e inmunda, para regresar el principio, a lo atávico, a los orígenes más ancestrales, diseccionando el miedo y el asco y estableciendo los principios básicos: la vida, abierta en canal y expuesta bajo un potente foco de luz, el de la mente insana de la protagonista, que ahora ya aprieta tan fuerte la mano que nos hace daño.

Dar la mano a alguien ha sido siempre lo que esperé de la alegría.

La originalidad es este libro; el virtuosismo, lo bien escrito que está, y la musicalidad que se desprende entre líneas a pesar de tratarse de una traducción (buen trabajo). La introspección llevada al extremo, literatura de alto nivel.

domingo, 3 de abril de 2016

"La Abadía de Tintern" - William Wordsworth


El mundo del libro, y sus infinitos matices, me fascina. Los veteranos paseantes de estas aguas lo saben. Hay ocasiones en las que una serie de errores en una edición pueden lograr exasperarme, otras en las que la simple elección de la fuente correcta, o una presentación libre de erratas puede reconciliarme con la vida (por naturaleza tiendo a ser exagerada).

En esta ocasión quiero hablaros de los prólogos. Me fascinan. Ocupan ese espacio inicial tan privilegiado, previo al libro, tan cargado de infinitas posibilidades… y es dramático observar cómo uno tras otro lo desaprovechan, y la pifian. Hay prólogos innecesarios, otros cargados de falsedad y exagerada alabanza (los de escritores “amigos”); también hay prólogos-resumen que sólo te cuentan la trama, hasta el final si hace falta (nunca me han importado los spoiler, es más, creo que la información es poder y siempre quiero saberlo todo, pero maldita sea, para qué me lo cuentas en el prólogo, si he venido al libro para leerlo), en fin. 

Y hay prólogos, como es el caso, que le hacen justicia poética al libro, que lo completan, que lo realzan, que lo sitúan a la perfección en su contexto exacto en el tiempo y en el espacio: que hacen del prólogo, me atrevería a decir, un género literario por derecho propio. Me he emocionado leyendo a Gonzalo Torné en su maravilloso prólogo a Wordsworth: sólo os digo eso.

Es capaz de plasmar a la perfección los detalles del inicio del romanticismo literario en sólo trece páginas (no he hablado de los prólogos interminables, que sólo sirven para lucimiento del prologante y que nadie lee, por cierto); pero además expone con una lucidez apabullante sus propias conclusiones leyendo a Wordsworth (como por ejemplo el por qué hay ocasiones en que hay que leerle al revés, y tiene todo el sentido), también resume los conceptos clave que otros críticos literarios han establecido en relación al autor, las carencias de la poesía contemporánea, el papel fundamental de la Naturaleza en los poemas de Wordsworth y cómo se refleja en el paso de testigo a las generaciones posteriores, etc.: todo, todo, con una lucidez y una elegancia, una querencia por la precisión lingüística que, os lo juro, no sólo reconcilia con los prólogos… es que emociona. De veras, Gonzalo Torné: GRACIAS.

Transcribiría aquí el prólogo exacto, hasta la última coma, pero no quiero apropiármelo, así que dejo solo unos fragmentos:

“Aunque poco traducido en comparación con otros escritores de su rango, el criterio general es que Wordsworth hizo algo con la poesía occidental que no puede ignorarse, de manera que cualquiera que escribe o lee poesía, lo sepa o no, la lee y la escribe wordsworhizada.”

“En estos poemas ambientados en páramos, bajo la sombra de castillos en ruinas, cerca de brezales y pantanos, el mundo ya no se recorre como un cuadro al que el ánimo responde con simpatía o rechazo. No hay adecuación. La naturaleza más bien parece dispuesta como una trampa que hiere a la conciencia para provocarle una crisis que tratará de resolver o mitigar antes de que el poema termine.”

“Wordsworth será considerado con justicia una de las cimas del romanticismo, siempre que usemos la palabra romántico como una pincelada impresionista para referirnos a cientos de personas que, más o menos al mismo tiempo, empezaron a pensar que la correspondencia entre la mente y el mundo, entre las palabras y las cosas, entre la voluntad y el deseo, no era limpia, sino un proceso rugoso, minado de problemas.”

“La brecha que el romanticismo abrió en las creencias trascendentales parece haberse cerrado en una aceptación discreta de la inmanencia. La poesía ha dejado de ser un asunto de mentes afiebradas que flotaban entre la aspereza de la tierra y la dudosa promesa del cielo, para refugiarse en el juego de accésits de las diputaciones provinciales. Cuánto hay de represión histérica en esta política de la mediocridad es una asunto que merecería (aunque quizá sólo convendría) tratarse en un marco más amplio, pero es indiscutible que los poemas del siglo pasado que nadie debería dejar de leer seguían alimentándose de la conciencia desdichada acuñada por Hölderlin y Wordsworth.”

“Wordsworth hizo algo más que escribir poemas como bálsamos para aliviar la herida psíquica que le había inflingido la naturaleza, se pasó diez años luchando contra el mito del desgaste, cada poema ensaya una respuesta, señala un problema nuevo, elabora un matiz o descarta un acuerdo.”

“La poesía de Wordsworth afronta los puntos de fuga de la existencia cuando la belleza del mundo y la intensidad de estar vivo empujan al entusiasmo a una altura donde la conciencia roza el sueño nunca desmentido de la trascendencia. Un estado mental donde considera justa y exacta la idea de vivir más, más, siempre. Wordsworth pertenece a esa clase de hombres para quienes el pensamiento sobre la decadencia personal es algo más que una pasión triste, la oportunidad de disfrutar más intensamente de todo lo que nos será arrancado (todo), un camino seguro para internarse en las regiones extrañas de la melancolía, ese vicio de los entusiastas.”

¿Qué puedo decir después de esto? Yo ahora pienso en un Gonzalo Torné Cicerone esperando en Inverness para darnos la bienvenida a las Highlands.

“La abadía de Tintern”, William Wordsworth, editorial Lumen, febrero de 2010; edición y versión de Gonzalo Torné, eso os digo.

Y ahora, Wordsworth (que habría empalidecido ante una presentación tan a su altura, y se habría sentido muy afortunado, qué duda cabe).


A slumber did my spirit seal;
I had no human fears;
She seemed a thing that could not feel
The touch of earthly years.

No motion has she now, no force;
She neither hears nor sees;
Rolled round in earth’s diurnal course,
With rocks, and stones, and trees.

Un sueño selló mi espíritu;
no tenía miedos humanos;
ella parecía una cosa que no podía sentir
el roce de los años terrenales.

Ahora ya no puede moverse, ni tiene fuerza;
ni escucha ni ve;
gira en el curso diurno de la tierra,
con las rocas, y las piedras, y los árboles.

(1799)

jueves, 11 de junio de 2015

"El nombre en la punta de la lengua" - Pascal Quignard


Observo que existen varias formas de escribir. Una podría ser aquella en la que el escritor recibe una inspiración que le procura un comienzo estupendo, o una idea de partida genial, y que se lanza a ella atolondradamente dando lugar a una obrita que podría haber sido algo estupendo. Un "pero si lo teníamos todo" que sólo sacia a los lectores menos exigentes que son la mayoría.

Por otro lado tenemos esos libros que están llenos de conjuros huecos. Invocaciones vacías. Sucesiones interminables de más y más páginas repletas de sonidos, de ecos, de ideas, de brillos y reflejos, de palabras bonitas. Son esos que saben que disponen de un material a su alcance (el lenguaje) con el que podrían tejer magníficas obras literarias. Saben también qué buscan los lectores hambrientos de palabras que les lean por dentro: y les engañan, poniendo ante sus ojos libros que parecen ser aquello que están buscando. Pero nadie sabe de verdad qué contienen esos libros, porque ni el autor mismo sabe en realidad qué ha escrito. Y tampoco le importa, porque ha elaborado un discurso convincente con palabras llamativas, y vende mucho, y también satisface a esos lectores superficiales que también son la mayoría.

Finalmente tendríamos la Literatura, la de verdad. Aquella que habita entre las páginas de los libros que no gustan a la mayoría, son más difíciles de leer, exigen de toda nuestra concentración. Las palabras que los conforman están escogidas con cuidado de geisha, con habilidad de prestidigitador, con paciencia de jardinero, con cariño de madre. Son los únicos libros que nutren a los lectores más exigentes que son menos pero por suerte existen.

"El nombre en la punta de la lengua" pertenece a esta tercera categoría y creo que es uno de los mejores libros que he leído en todo este año. Bien dice Pascal Quignard que "no sabemos qué sorpresas nos deparará el pasado". Este minúsculo tratado revela los motivos de los silencios de Quignard para quien sepa descifrarlos.

Quignard se sumió en dos largos silencios durante su infancia. Hay una imagen recurrente que explica la perplejidad que le indujo al mutismo, o la incapacidad de tomar otra resolución que la de estar callado. Esa imagen es la de su madre deviniendo en personaje mitológico fascinante y aterrador, imponiendo el silencio alrededor, concentrada y mutada de sí misma para conseguir atrapar ese nombre que bailaba travieso en la punta de su lengua.

"El nombre en la punta de la lengua" es un libro que hay que subrayar con tinta dorada.

Tenemos dos bloques principales. Tras una advertencia (que no introducción) de Pascal Quignard, encontramos un relato exquisito que procede de los antepasados normandos del autor. Es la historia de la bordadora Colbrune, y de la maldición en la que se sumió mientras se afanaba por conseguir el amor del sastre Björn haciendo trampas.

Todos deberíamos tatuarnos ese nombre...

Un poco más adelante, y ya por completo bajo el influjo de la fascinación, nos encontramos con el "Pequeño tratado sobre Medusa", donde Quignard recrea el viejo mito y establece la relación del mismo con su propia vida.

"Cuando escribo una novela me siento como un ciervo que se aleja y busca la paz en el corazón del bosque". Quignard, escribe por placer poemas en latín.

Comenzó a leer profesionalmente para la editorial Gallimard en 1969 y se convirtió en secretario general de la editorial en 1990. Al mismo tiempo, compaginaba su labor en el mundo de las letras con la música: consejero del Centro de Música Barroca, presidente del Concierto de las Naciones presidido por Jordi Savall, y fundador, junto a François Miterrand del Festival de Ópera y Teatro Barrocos del palacio de Versalles.

Tal y como podemos leer en las solapas de este libro: "En 1992 dejo la prensa y los jurados literarios. En 1993 dimito de la presidencia del Concierto de las Naciones. A finales de 1994 disuelvo el Festival de Ópera Barroca de Versalles y a últimos de abril dimito de las Ediciones Gallimard."

Desde 1994 Pascal Quignard sólo escribe, y lee. Tiene ahora 67 años.

Según ha declarado en entrevistas: "Hace 13 años que dejé la seguridad de un trabajo y corté con el mundo editorial. Los primeros meses, el primer año, es extraño: no tienes citas, comidas, cenas, entrevistas organizadas. Nadie te llama. Hay una cierta forma de venganza, que es lógica, porque si tú has querido alejarte, los demás sienten eso con cierta agresividad. La sociedad tiende a comportarse de manera mafiosa". La negrita es mía: es algo que he comprobado.

"Creo que una de las cosas más tristes, más siniestras que le pueden ocurrir a uno es tener que simular alegría y felicidad todo el tiempo, como esas personas que viven de salir en la pequeña pantalla: me suicidaría si tuviese como oficio el ser feliz por obligación. ¡Qué suplicio!

Pascal Quignard, un tanto tenebroso

sábado, 31 de enero de 2015

"Cuentos reunidos" - Clarice Lispector


Necesito hablaros de Clarice Lispector.

La razón por la que empecé a leerla es porque dos periodistas a quienes admiro y respeto, ya que poseen un bagaje cultural envidiable y un gusto cultural exquisito, no solo adoran y recomiendan la literatura de Clarice Lispector, sino que directamente querrían ser ella. Y esta afirmación, tan rotunda y definitiva, derrumba por completo cualquier atisbo de duda o pereza que tuviera antes de sumergirme de lleno en su mundo.

Es cierto que no se trata de una lectura para masas y que quizá puede costar un poco adaptarse a su discurso, pero también es cierto que a medida que van pasando las primeras páginas llega un momento en que esto sucede sin que uno se dé cuenta, y que luego no hay vuelta atrás.

"Esta vez era un amor más realista, nada romántico; era el amor de aquel que ya ha sufrido por amor."

No existe en el mundo entero literatura de calidad que sirva para no pensar. Cualquier librero que se precie os explicaría por qué está harto de que le hagan esa consulta que todos odian, “quiero un libro para no pensar”. ¿Quién querría un alimento que no le nutriese, quién un amor que no le inspirase? La lista de comparaciones sería infinita. Con Clarice Lispector pensaréis, eso puedo asegurarlo, y eso es maravilloso.

Existe una estupenda edición de sus relatos, editada por Siruela en 2013, con la que es muy fácil comenzar a disfrutar de esta gigante de las letras. Se titula sencillamente “Cuentos reunidos” y contiene 74 joyas en forma de cuentos ordenados cronológicamente por fecha de publicación original. Aquí podemos encontrar tesoros como el cuento titulado “El huevo y la gallina” en la que Lispector filosofa de forma magistral sobre este pequeño animalito poco frecuente en la literatura, y que sin embargo es relativamente recurrente a lo largo de sus cuentos (se termina adorando la figura de la gallina una vez que Lispector te la explica…) La figura de la mujer, su soledad y desolación, la pérdida de ilusión y energías por culpa del machismo patriarcal, también está perfectamente representada, y es el motivo principal por el que Lispector es autora de cabecera de los feministas más leídos. Solo alguien con su fuerza y sensibilidad puede crear textos atrevidos y rompedores para su época (nació en 1920), y que reflejen tan bien la realidad femenina, siempre tan menospreciada, ridiculizada y vapuleada en pos de los intereses masculinos.

Leyendo un poco acerca de su vida, descubrimos que entre sus referentes literarios más influyentes se encuentran genios de la talla de Queiroz, Hesse o Dostoievski. Sin duda, su principal aportación a la Literatura es el discurso interior sin concesiones, siempre profundo y en ocasiones enfermizo, si se me permite la expresión: quiero decir que explora zonas de la mente humana que tienden a permanecer inexploradas, por un lado no se atreve cualquiera a introducirse en ellas y por otro, hay que ser muy bueno para plasmar por escrito todo eso. Siempre con una serenidad y un pulso envidiables, logra transmitir todo aquello que desea seleccionando en cada instante la palabra exacta: es una de esas pocas elegidas que sabe sacar partido a las penosas limitaciones del lenguaje. Diosa Lispector.

Pero será mejor que cada uno saque sus propias conclusiones. A continuación, dos cuentos, uno con la primera infancia y otro con la adolescencia como excusas... para contar además otras muchas cosas en los espacios que quedan en blanco entre letra y letra.

Clarice Lispector


FELICIDAD CLANDESTINA

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía e odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.

Hasta que llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro grueso, vágame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por su casa me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en  la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Apenas me imaginaba yo que más tarde, en el transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquella.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.

¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esa mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras me ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos.

Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera quisiste leerlo!

Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: “el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

Ya no era una niña más con un libro: era una mujer con su amante.



NIÑO DIBUJADO A PLUMA

¿Cómo llegar alguna vez a conocer al niño? Para conocerlo tengo que esperar a que se deteriore; sólo entonces estará a mi alcance. Helo allí, un punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni siquiera él mismo. En cuanto a mí, miro, y es inútil: no consigo comprender algo que sólo es actual, totalmente actual. Lo que conozco de él es su situación: el niño es aquel a quien acaban de nacerle los primeros dientes y es el mismo que será médico o carpintero. Mientras tanto, allí está él sentado en el suelo, con una realidad que he de llamar vegetativa para poder entenderla. Treinta mil de esos niños sentados en el suelo, ¿tendrían la oportunidad de construir otro mundo, que tuviese en cuenta la memoria de la actualidad absoluta a la cual ya pertenecemos? La unión haría la fuerza. Allí está sentado, empezando todo de nuevo pero para su propia defensa futura, sin ninguna oportunidad verdadera de empezar realmente.

No sé cómo dibujar al niño. Sé que es imposible dibujarlo a carbón, pues hasta la pluma mancha el papel más allá de la finísima línea de actualidad extrema en que él vive. Un día lo domesticaremos hasta hacerlo humano, y entonces podremos dibujarlo. Pues eso hemos hecho con nosotros mismos y con Dios. El propio niño contribuirá a su domesticación: se esfuerza y coopera. Coopera sin saber que la ayuda que le pedimos está destinada a su autosacrificio. En los últimos tiempos incluso se ha entrenado mucho. Y así seguirá progresando hasta que, poco a poco –por la bondad necesaria mediante la que nos salvamos–, haya pasado del tiempo actual al tiempo cotidiano, de la meditación a la expresión, de la existencia a la vida. Realizando el gran sacrificio de no ser un loco. No soy loco por solidaridad con los miles de nosotros que, para construir lo posible, también han sacrificado esa verdad que sería una locura.

Pero, entre tanto, helo allí sentado en el suelo, inmerso en un vacío profundo.

Desde la cocina la madre se cerciora: ¿sigues allí quietecito? Convocado al trabajo, el niño se levanta con dificultad. Se tambalea sobre las piernas, con toda la atención vuelta hacia dentro: su equilibrio entero es interno. Conseguido esto, ahora toda la atención es hacia fuera: observa lo que el acto de levantarse ha provocado. Pues el incorporarse ha tenido consecuencias y más consecuencias: el suelo se mueve incierto, una silla lo supera, la pared lo delimita. En la pare está el retrato de El Niño. Es difícil mirar ese retrato alto sin apoyarse en un mueble, para eso todavía no se ha entrenado. Pero he aquí que su propia dificultad le sirve de apoyo: lo que lo mantiene de pie es justamente la atención que pone en el retrato alto, mirar hacia arriba le sirve de grúa. Pero comete un error: parpadea. Pestañear lo desliga por una fracción de segundo del retrato que lo estaba sustentando. Se deshace el equilibrio: en un único movimiento total, el niño cae sentado. De la boca entreabierta por el esfuerzo de vida escapa una baba clara que escurre y gotea hasta el suelo. Mira la gota muy de cerca, como si fuera una hormiga. El brazo se alza, avanza en arduo mecanismo de etapas. Y de golpe, como para sujetar lo inefable, con inesperada violencia aplasta la baba con la palma de la mano. Parpadea, espera. Finalmente, pasado el tiempo necesario de espera de las cosas, aparta cuidadosamente la mano y examina en el parqué el fruto del experimento. El suelo está vacío. En una nueva y brusca etapa se mira la mano: la gota de baba está pegada en la palma. Ahora también de esto sabe. Entonces, con los ojos muy abiertos, lame la baba que pertenece al niño. Piensa en voz alta: niño.

–¿A quién llamas? –pregunta la mamá desde la cocina.

Con esfuerzo y gentileza él mira la sala, busca a quien la mamá dice que está llamando, se voltea y cae hacia atrás. Mientras llora, ve la sala distorsionada y refractada por las lágrimas, el volumen blanco crece y se le acerca –¡mamá! –, lo absorbe con brazos fuertes, y he aquí que el niño está de pronto muy alto en el aire, muy en lo caliente y lo bueno. Ahora el techo está más cerca; la mesa, debajo. Y, como no puede más de cansancio, empieza a desviar las pupilas hasta que las va hundiendo bajo la línea del horizonte de los ojos. Los cierra sobre la última imagen, los barrotes de la cama. Se duerme agotado y sereno.

El agua se ha secado en la boca. La mosca aletea en el cristal. El sueño del niño está surcado de claridad y calor, el sueño vibra en el aire. Hasta que, en repentina pesadilla, sobreviene una de las palabras que ha aprendido: se estremece violentamente, abre los ojos. Y para su terror no ve más que esto: el vacío caliente y claro del aire, sin mamá. Lo que piensa estalla en llanto por toda la casa. Mientras llora va reconociéndose, transformándose en aquel que la mamá reconocerá. Casi desfallece de tanto sollozar, tiene que transformase urgentemente en algo que pueda ser visto y oído porque si no se quedará solo, tiene que volverse comprensible porque si no nadie lo comprenderá, si no nadie se acercará a su silencio, si no dice y cuenta nadie lo reconoce, haré todo lo necesario para ser de los demás y que los otros sean míos, brincaré por encima de mi felicidad real, que sólo me traería abandono, y seré popular, hago trampa para que me amen, es totalmente mágico esto de llorar para recibir a cambio: mamá.

Hasta que el ruido familiar entra por la puerta y el niño, mudo de interés por lo que es capaz de provocar el poder de un niño, para de llorar: mamá. Es mamá, no se ha muerto. Y su seguridad consiste en saber que tiene un mundo para traicionar y vender, y que lo venderá.

Es mamá, sí, mamá, con un pañal en la mano. No bien ve el pañal, él se echa a llorar de nuevo.

–¡Pero si estás todo mojado!

La noticia lo sorprende, se renueva la curiosidad, pero ahora es una curiosidad cómoda y garantizada. Mira con ceguera la humedad propia, en una segunda etapa mira a la mamá. Pero de pronto se estira y escucha con todo el cuerpo el corazón latiendo pesado en la barriga: ¡pii-pii!, lo reconoce de golpe con un grito de victoria y de terror. ¡El niño acaba de reconocer!

–¡Claro que sí! –dice orgullosa la mamá–. Claro que sí, mi amor, es el pii-pii que ha pasado por la calle, le contaré a papa que ya lo has aprendido. Y vaya si no se dice así: ¡pii-pii, mi amor! –dice la mamá tirando de arriba abajo y después de abajo arriba, levantándolo  por las piernas, echándolo hacia atrás, tirando de nuevo de abajo hacia arriba. En todas las posiciones el niño conserva los ojos bien abiertos. Secos como el pañal nuevo.


viernes, 20 de septiembre de 2013

J.R.R. Tolkien, Señor de la Tierra Media - Ed. de Joseph Pearce


Su conversación se centraba ahora en sus libros. Había trabajado durante catorce años en El Señor de los Anillos y antes de eso durante muchos años en El Silmarillion. Eran sin duda la obra de su vida. En cierto modo los había esbozado antes de empezar a ir a la escuela, y de hecho había escrito uno o dos de los poemas mientras todavía estaba en el colegio, creo que los poemas de Tom Bombadil. Y ahora ya no le esperaba nada, excepto una salud quebrantada y una pensión insuficiente. Verlo tan desmoralizado y tan poco interesado en nada que no fueran sus problemas nos preocupó seriamente. ¿Qué podíamos hacer para mitigar su depresión? Podía pasear con él y recorrer los alrededores en coche durante el día pero ¿cómo pasaríamos las veladas? Entonces tuve una idea. Me arriesgaría a iniciarlo en los misterios de una nueva máquina que tenía en casa y que estaba probando sus posibles aplicaciones a la educación. Era una gran caja negra, un ferrógrafo, un modelo primitivo de magnetófono. Confrontarlo con la máquina era arriesgado porque había dejado claro que las detestaba. Podía maldecirla y maldecirme a mí con ella, pero cabía la posibilidad de que sintiera interés por grabar, por escuchar su propia voz.
Y ciertamente le interesó. Empezó grabando el Padrenuestro en gótico para expulsar el mal que estaba seguro la habitaba por su condición de máquina.

Me parece que no disfrutó mucho de la comida en el tiempo que pasó en Malvern, porque mi esposa estaba por entonces practicando con un libro de cocina francesa y por razones que desconozco él parecía detestar todo lo francés. Nosotros los atribuimos entonces a que estaba desganado. De todos modos, Tolkien le mandó una encantadora carta de agradecimiento a mi esposa escrita en élfico con su traducción al inglés.

George Sayer

* * *

El Señor de los Anillos no es una obra sin defecto, pero es más rica y profunda que muchos libros pergeñados más cuidadosamente por hombres más ligeros. Los que empujaba a Tolkien a trabajar hasta altas horas de la noche no era meramente el deseo de contar una historia, sino la conciencia de que él era parte de una historia. Tal vez estuviera escribiendo ficción, pero estaba narrando la verdad acerca del mundo como ésta se le revelaba. Y esta verdad la descubrió a medida que escribía, a través del proceso de escritura mismo. "Tuve la siempre la sensación de registrar lo que estuvo siempre "allí", en alguna parte, no de "inventar".

Después relata que una vez se encontró con Gandalf, en la persona de un hombre que lo visitó para discutir ciertos viejos cuadros que parecían pintados a propósito para ilustrar El Señor de los Anillos. Tras un silencio el hombre comenta: "Por supuesto, no cree que haya escrito todo ese libro usted mismo, ¿no es así?"

Stratford Caldecott

* * *

Su biógrafo revela que, después de conocer los efectos perniciosos de los coches en el campo, Tolkien no volvió a conducir, y que incluso disfrutando de la posición acomodada que le proporcionaban los derechos de autor que recibía de las ventas mundiales de sus libros, no tenía televisión, lavaplatos ni lavadora en su casa. El de Tolkien es un mundo en el cual la decencia y el honor tienen un valor infinitamente mayor que la riqueza material, y en el que sólo mediante la avaricia materialista, el afán de posesión y el deseo de poder temporal el Anillo Único obra su mal.

Elwin Fairburn

* * *

El mundo sub-creado de Tolkien es intemporal, lo que le permite obviar lo periférico en favor de los eternos problemas de la existencia. Por esta razón, El Señor de los Anillos no está ahora más desfasado que cuando fue publicado. Por la misma razón no es arriesgado predecir la continuación de su popularidad. Si las futuras generaciones dejan de leer los clásicos de Tolkien no será porque haya dejado de ser relevante o quede desfasado. Si dejan de leer a Tolkien será porque ya no leerán nada. Si la tecnología convierte en superflua la palabra escrita, la obra de Tolkien se hundirá. Sus libros, que se han revelado demasiado reales para ser reproducidos por cualquiera de las nuevas formas de realidad virtual, serán entonces olvidados. Si eso ocurriera, marcaría el triunfo de la tecnología pero ciertamente no el triunfo del "progreso".

Joseph Pearce

* * *

Lo que Tolkien hizo cuando puso la pluma sobre el papel fue ni más ni menos que crear un nuevo género literario: la fantasía heroica.
Pronuncie la palabra "fantasía" en una habitación abarrotada y salta la alarma. Lo sé porque debido a lo que escribo recibo cartas de estas gentes alarmadas continuamente. Para ellos, las palabras ficción y mentira son sinónimos indiferenciados. Puesto que por definición la ficción no responde a hechos documentados, la ficción es por tanto falsa. Algo falso es una mentira. Todas las mentiras son malvadas. Luego: la ficción es malvada. Y la ficción más sospechosa de todas es (horror, horror) la fantasía escapista.

(...) Tolkien tuvo que hacer frente a esta misma actitud; en su tiempo se le acusó de escribir una literatura escapista que llevaría a los lectores a abandonar la realidad en favor de una vida imaginaria imposiblemente rica y estimulante. La respuesta de Tolkien fue inequívoca: "Sí -declaró-, la fantasía es escapista, y ahí está su grandeza. Si un soldado es capturado por el enemigo, ¿no consideramos que es su deber escapar? ¡Los prestamistas, los ignorantes, los autoritarios nos mantienen a todos en prisión; si valoramos la libertad de pensamiento y alma, si somos partisanos de la libertad, nuestro deber es escapar y llevar con nosotros tanto como podamos!".

Richard Jeffery


viernes, 26 de julio de 2013

"Edgar Allan Poe" - Charles Baudelaire


Poder leer lo que un escritor de prestigio universal pensaba acerca de otro al mismo nivel, cuando uno admira a ambos, es como asistir a un encuentro entre ambos en otra esfera.

Charles Baudelaire reflexiona acerca de la literatura y la persona de Edgar Poe, en una serie de textos en los que se refleja por un lado la delicadeza de la escritura de Baudelaire y la admiración (es casi palpable) que sentía por Poe.

Edgar Allan Poe nació en Baltimore en 1813. (...) Si alguna vez el espíritu del romance —¡espíritu siniestro y tempestuoso!— presidió un nacimiento, sin duda presidió el suyo.

Según Baudelaire, lo que dio prestigio a Poe desde el principio fue su originalidad, gracias a esa forma de escribir tan característica, personal y novedosa con que redactaba sus relatos. También hace hincapié en aspectos como la persecución incansable de la belleza, el gusto por al rima y la introducción de elementos matemáticos (muy importantes en la vida de Poe) en su literatura. El tipo de temas que trataba y su propio magnetismo personal (un halo misterioso en torno a su nombre perdura mucho tiempo después de su muerte), lograron que conociera la fama internacional, ya imperecedera. Este libro también contiene interesantes datos y anécdotas sobre la vida de Poe, y algunas descripciones sobre su trabajo y sobre el arte de la poesía en general, que resultan estremecedoramente bellas...

Es ese admirable, ese inmortal instinto de lo bello el que nos lleva a considerar la tierra y sus espectáculos como un compendio, como una correspondencia del Cielo. La sed insaciable de todo lo que está más allá, y que revela la vida, es la más viva prueba de nuestra inmortalidad. Es a la vez con la poesía y a través de la poesía, con la música, como el alma vislumbra los esplendores situados más allá de la tumba; y, cuando un exquisito poema lleva las lágrimas al borde de los ojos, esas lágrimas no son la prueba de un exceso de gozo, antes bien son el testimonio de una irritada melancolía, de una súplica de los nervios, de una naturaleza exiliada en lo imperfecto que querría adueñarse de inmediato, en la tierra misma, de un paraíso revelado.

Simplemente por estas reflexiones de Baudelaire sobre la poesía (independientemente de los comentarios acerca de Poe) hacen del libro una obra espectacular y hermosa. Se trata de textos extraídos de diferentes publicaciones, recopilados para la ocasión, pero igualmente tienen coherencia y fluidez. Una pequeña obra, secundaria por la tipología, pero esclarecedora y muy, muy agradable, en todo caso.

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