Necesito hablaros de Clarice Lispector.
La razón por la que empecé a leerla es porque dos periodistas a quienes admiro y respeto, ya que poseen un bagaje cultural envidiable y un gusto cultural exquisito, no solo adoran y recomiendan la literatura de Clarice Lispector, sino que directamente querrían ser ella. Y esta afirmación, tan rotunda y definitiva, derrumba por completo cualquier atisbo de duda o pereza que tuviera antes de sumergirme de lleno en su mundo.
Es cierto que no se trata de una lectura para masas y que
quizá puede costar un poco adaptarse a su discurso, pero también es cierto que
a medida que van pasando las primeras páginas llega un momento en que esto
sucede sin que uno se dé cuenta, y que luego no hay vuelta atrás.
"Esta vez era un amor
más realista, nada romántico; era el amor de aquel que ya ha sufrido por amor."
No existe en el mundo entero literatura de calidad que sirva
para no pensar. Cualquier librero que se precie os explicaría por qué está
harto de que le hagan esa consulta que todos odian, “quiero un libro para no
pensar”. ¿Quién querría un alimento que no le nutriese, quién un amor que no le
inspirase? La lista de comparaciones sería infinita. Con Clarice Lispector
pensaréis, eso puedo asegurarlo, y eso es maravilloso.
Existe una estupenda edición de sus relatos, editada por Siruela en 2013, con la que es muy fácil comenzar a disfrutar de esta gigante de las letras. Se titula sencillamente “Cuentos reunidos” y contiene 74 joyas en forma de cuentos ordenados cronológicamente por fecha de publicación original. Aquí podemos encontrar tesoros como el cuento titulado “El huevo y la gallina” en la que Lispector filosofa de forma magistral sobre este pequeño animalito poco frecuente en la literatura, y que sin embargo es relativamente recurrente a lo largo de sus cuentos (se termina adorando la figura de la gallina una vez que Lispector te la explica…) La figura de la mujer, su soledad y desolación, la pérdida de ilusión y energías por culpa del machismo patriarcal, también está perfectamente representada, y es el motivo principal por el que Lispector es autora de cabecera de los feministas más leídos. Solo alguien con su fuerza y sensibilidad puede crear textos atrevidos y rompedores para su época (nació en 1920), y que reflejen tan bien la realidad femenina, siempre tan menospreciada, ridiculizada y vapuleada en pos de los intereses masculinos.
Leyendo un poco acerca de su vida, descubrimos que entre sus
referentes literarios más influyentes se encuentran genios de la talla de
Queiroz, Hesse o Dostoievski. Sin duda, su principal aportación a la Literatura
es el discurso interior sin concesiones, siempre profundo y en ocasiones
enfermizo, si se me permite la expresión: quiero decir que explora zonas de la
mente humana que tienden a permanecer inexploradas, por un lado no se atreve
cualquiera a introducirse en ellas y por otro, hay que ser muy bueno para
plasmar por escrito todo eso. Siempre con una serenidad y un pulso envidiables,
logra transmitir todo aquello que desea seleccionando en cada instante la
palabra exacta: es una de esas pocas elegidas que sabe sacar partido a las
penosas limitaciones del lenguaje. Diosa Lispector.
Pero será mejor que cada uno saque sus propias conclusiones.
A continuación, dos cuentos, uno con la primera infancia y otro con la
adolescencia como excusas... para contar además otras muchas cosas en los
espacios que quedan en blanco entre letra y letra.
Clarice Lispector |
FELICIDAD CLANDESTINA
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo,
medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía
éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de
caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña
devoradora de historias le habría gustado tener: un papá dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso
para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba
una postal de la tienda del papá. Para colmo, siempre era algún paisaje de
Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía
con letra elaboradísima palabras como “fecha natalicia” y “recuerdos”.
Pero qué talento
tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda
ella era pura venganza. Cómo nos debía e odiar esa niña a nosotras, que éramos
imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejercitó su
sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta
de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que
a ella no le interesaban.
Hasta que llegó el día magno de empezar a infligirme una
tortura china. Como por casualidad, me informó de que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro
Lobato.
Era un libro grueso, vágame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con
él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día
siguiente pasaba por su casa me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve
transformada en la misma esperanza: no vivía, nadaba lentamente en un mar
suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía
en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada
fija en la mía, me dijo que le había
prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta,
yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de
mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña
de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa
del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida
entera, me esperaba el amor por el mundo, anduve brincando por las calles y no
me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de
la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí
estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo
para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder,
que volviese al día siguiente. Apenas me imaginaba yo que más tarde, en el
transcurso de la vida, el drama del “día siguiente” iba a repetirse para mi
corazón palpitante otras veces como aquella.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que,
mientras la hiel no escurriese por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo
indefinido. Yo había empezado a adivinar, es algo que adivino a veces, que me
había elegido para que sufriera. Pero incluso sospechándolo, a veces lo acepto,
como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar
ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde,
pero como tú no has venido hasta esa mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que
no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras me ahondaban bajo mis ojos
sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa
de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la mamá. Debía de
extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos
pidió explicaciones a las dos.
Hubo una confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco
aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no
entender. Hasta que, esa mamá buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y
con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú
ni siquiera quisiste leerlo!
Y lo peor para esa mujer no era el descubrimiento de lo que
pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos observaba
en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia
de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces
cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar
ahora mismo ese libro. Y a mí: “Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que
quieras”. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro:
“el tiempo que quieras” es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede
tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así
como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Tomé el libro. No, no
partí brincando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el
grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa
también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón
pensativo.
Al llegar a casa no
empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el
sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas,
volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a
comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo
encontraba, lo abría por unos instantes.
Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la
felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si
ya lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire… Había en mí orgullo y
pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el
libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.
Ya no era una niña
más con un libro: era una mujer con su amante.
NIÑO DIBUJADO A PLUMA
¿Cómo llegar alguna vez a conocer al niño? Para conocerlo
tengo que esperar a que se deteriore; sólo entonces estará a mi alcance. Helo allí,
un punto en el infinito. Nadie conocerá su hoy. Ni siquiera él mismo. En cuanto
a mí, miro, y es inútil: no consigo comprender algo que sólo es actual,
totalmente actual. Lo que conozco de él es su situación: el niño es aquel a
quien acaban de nacerle los primeros dientes y es el mismo que será médico o
carpintero. Mientras tanto, allí está él sentado en el suelo, con una realidad
que he de llamar vegetativa para poder entenderla. Treinta mil de esos niños sentados en el suelo, ¿tendrían la
oportunidad de construir otro mundo, que tuviese en cuenta la memoria de la
actualidad absoluta a la cual ya pertenecemos? La unión haría la fuerza. Allí
está sentado, empezando todo de nuevo pero para su propia defensa futura, sin
ninguna oportunidad verdadera de empezar realmente.
No sé cómo dibujar al niño. Sé que es imposible dibujarlo a
carbón, pues hasta la pluma mancha el papel más allá de la finísima línea de
actualidad extrema en que él vive. Un día
lo domesticaremos hasta hacerlo humano, y entonces podremos dibujarlo. Pues
eso hemos hecho con nosotros mismos y con Dios. El propio niño contribuirá a su
domesticación: se esfuerza y coopera. Coopera sin saber que la ayuda que le
pedimos está destinada a su autosacrificio. En los últimos tiempos incluso se
ha entrenado mucho. Y así seguirá progresando hasta que, poco a poco –por la
bondad necesaria mediante la que nos salvamos–, haya pasado del tiempo actual
al tiempo cotidiano, de la meditación a la expresión, de la existencia a la
vida. Realizando el gran sacrificio de no ser un loco. No soy loco por
solidaridad con los miles de nosotros que, para construir lo posible, también
han sacrificado esa verdad que sería una locura.
Pero, entre tanto, helo allí sentado en el suelo, inmerso en
un vacío profundo.
Desde la cocina la madre se cerciora: ¿sigues allí
quietecito? Convocado al trabajo, el niño se levanta con dificultad. Se tambalea
sobre las piernas, con toda la atención vuelta hacia dentro: su equilibrio
entero es interno. Conseguido esto, ahora toda la atención es hacia fuera:
observa lo que el acto de levantarse ha provocado. Pues el incorporarse ha
tenido consecuencias y más consecuencias: el suelo se mueve incierto, una silla
lo supera, la pared lo delimita. En la pare está el retrato de El Niño. Es difícil mirar ese retrato
alto sin apoyarse en un mueble, para eso todavía no se ha entrenado. Pero he aquí
que su propia dificultad le sirve de apoyo: lo que lo mantiene de pie es
justamente la atención que pone en el retrato alto, mirar hacia arriba le sirve
de grúa. Pero comete un error: parpadea. Pestañear lo desliga por una fracción
de segundo del retrato que lo estaba sustentando. Se deshace el equilibrio: en
un único movimiento total, el niño cae sentado. De la boca entreabierta por el
esfuerzo de vida escapa una baba clara que escurre y gotea hasta el suelo. Mira
la gota muy de cerca, como si fuera una hormiga. El brazo se alza, avanza en
arduo mecanismo de etapas. Y de golpe, como para sujetar lo inefable, con inesperada
violencia aplasta la baba con la palma de la mano. Parpadea, espera. Finalmente,
pasado el tiempo necesario de espera de las cosas, aparta cuidadosamente la
mano y examina en el parqué el fruto del experimento. El suelo está vacío. En una
nueva y brusca etapa se mira la mano: la gota de baba está pegada en la palma. Ahora
también de esto sabe. Entonces, con los ojos muy abiertos, lame la baba que
pertenece al niño. Piensa en voz alta: niño.
–¿A quién llamas? –pregunta la mamá desde la cocina.
Con esfuerzo y gentileza él mira la sala, busca a quien la
mamá dice que está llamando, se voltea y cae hacia atrás. Mientras llora, ve la
sala distorsionada y refractada por las lágrimas, el volumen blanco crece y se
le acerca –¡mamá! –, lo absorbe con brazos fuertes, y he aquí que el niño está
de pronto muy alto en el aire, muy en lo caliente y lo bueno. Ahora el techo
está más cerca; la mesa, debajo. Y, como no puede más de cansancio, empieza a
desviar las pupilas hasta que las va hundiendo bajo la línea del horizonte de
los ojos. Los cierra sobre la última imagen, los barrotes de la cama. Se duerme
agotado y sereno.
El agua se ha secado en la boca. La mosca aletea en el
cristal. El sueño del niño está surcado de claridad y calor, el sueño vibra en
el aire. Hasta que, en repentina pesadilla, sobreviene una de las palabras que
ha aprendido: se estremece violentamente, abre los ojos. Y para su terror no ve
más que esto: el vacío caliente y claro del aire, sin mamá. Lo que piensa
estalla en llanto por toda la casa. Mientras llora va reconociéndose,
transformándose en aquel que la mamá reconocerá. Casi desfallece de tanto
sollozar, tiene que transformase urgentemente en algo que pueda ser visto y
oído porque si no se quedará solo, tiene que volverse comprensible porque si no
nadie lo comprenderá, si no nadie se
acercará a su silencio, si no dice y cuenta nadie lo reconoce, haré todo lo
necesario para ser de los demás y que los otros sean míos, brincaré por encima
de mi felicidad real, que sólo me traería abandono, y seré popular, hago trampa
para que me amen, es totalmente mágico esto de llorar para recibir a cambio:
mamá.
Hasta que el ruido familiar entra por la puerta y el niño,
mudo de interés por lo que es capaz de provocar el poder de un niño, para de
llorar: mamá. Es mamá, no se ha muerto. Y
su seguridad consiste en saber que tiene un mundo para traicionar y vender, y
que lo venderá.
Es mamá, sí, mamá, con un pañal en la mano. No bien ve el
pañal, él se echa a llorar de nuevo.
–¡Pero si estás todo mojado!
La noticia lo sorprende, se renueva la curiosidad, pero
ahora es una curiosidad cómoda y garantizada. Mira con ceguera la humedad
propia, en una segunda etapa mira a la mamá. Pero de pronto se estira y escucha
con todo el cuerpo el corazón latiendo pesado en la barriga: ¡pii-pii!, lo
reconoce de golpe con un grito de victoria y de terror. ¡El niño acaba de
reconocer!
–¡Claro que sí! –dice orgullosa la mamá–. Claro que sí, mi
amor, es el pii-pii que ha pasado por la calle, le contaré a papa que ya lo has
aprendido. Y vaya si no se dice así: ¡pii-pii, mi amor! –dice la mamá tirando
de arriba abajo y después de abajo arriba, levantándolo por las piernas, echándolo hacia atrás,
tirando de nuevo de abajo hacia arriba. En todas las posiciones el niño
conserva los ojos bien abiertos. Secos como el pañal nuevo.