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lunes, 31 de diciembre de 2012

2012, las mejores lecturas

Es inevitable: llegan estos días y es imposible escapar al embrujo del ambiente, el brillo de las luces y sobre todo, a la emoción de la gente (puede que sea la ilusión lo que hace que las sonrisas permanezcan). Las búsquedas de los visitantes ocasionales de estos últimos días eran tan emotivas y enternecedoras (buscaban —buscabais— contenidos mágicos sobre todo, infantiles también, y además con muy buen gusto) que no me he podido negar a hacer un repaso por las lecturas con estrella dorada de 2012. Y son las que siguen, tras algunas dudas y dejando fuera decenas de libros leídos este año.


Grandes gestas: la lectura de "La montaña mágica" de Thomas Mann, viaje perfecto para iniciar un año que realicé a principios de 2011 (dónde están esos días ya). Ya lo comenté por aquí y no quiero repetirme,
pero este libro es magia, es un ascenso a las cumbres de la alta literatura, y que se pose un pájaro negro en mi ventana mientras escribo esto, me asegura en mis palabras. Este año el inicio será con el "Ulises" de James Joyce, que sé que me llevará, al menos, tan lejos como Thomas Mann.


Más libros. Libros de esos que son sencillamente buenos, en este caso de autores muy cercanos en el tiempo a nosotros y de quienes he leído además muchos otros de sus respectivas bibliografías (y lo seguiré haciendo, sin duda): "El Sunset Limited" de Cormac McCarthy, que muchos se han perdido por su absurdo empeño en "no leer teatro". ¿Y qué, si es teatro? Es sencillamente un diálogo, y es una historia magnífica. Magistrales son también "La carretera" e "Hijo de Dios"; "Blonde" de Joyce Carol Oates, que me hizo empezar a adorar de golpe a la autora y a su biografiada, Marilyn Monroe. También brillante "Del boxeo", breve y certero como un puñetazo en la cara; "Las ninfas" de Francisco Umbral, el autor que dijo aquello de que "cultura es el lugar donde los patios se llaman claustros" y que tiene mi respeto incondicional y absoluto, buenísimos también los libros que recopilan sus artículos ("Los placeres y los días", y más); "Nostalgia" de Mircea Cărtărescu, unos cuentos que esperábamos impacientes en castellano. Ya lo avisé en su día, pero hay que estar preparado: son una ida de olla (magistral, eso sí) muy seria que no debe leerse al azar: hay que elegir con cuidado el momento.

Hay otro tipo de libros más o menos inclasificables, que te abren los ojos y que despiertan tu sensibilidad arrancándote la coraza artificial a mordiscos dulces. Palabras que se acomodan de alguna manera y ya te acompañan siempre. Aquí están, cómo no, "La muerte salió cabalgando de Persia" de Péter Hajnóczy, es muy posible que este año lo lea de nuevo, en algún momento; "Deseo de ser piel roja" de Miguel Morey, que (es una anécdota) en Anagrama alguien decidió publicar como "ensayo"; las "Mitologías de W.B. Yeats un libro demasiado especial e íntimo como para comentarlo: pueden tomarse estas palabras escuetas como una recomendación a lo bestia; "El mundo en el que vivo" de Helen Keller, uno de esos libros que de tan vitalista y mágico apenas puedes creer mientras lo estás leyendo, y que no me canso de recomendar a quienes buscan en las palabras impresas motivos para vivir siendo un poco más felices y más fuertes, y que aún no saben que deben huir de los libros que los centros comerciales venden bajo el epígrafe de "autoayuda".


Libros que cambian el color con el que ves la realidad, con el que miras a los demás, con el que te miras por dentro a ti mismo: la "Teoría king kong" de Virginie Despentes, un libro que ya está para siempre unido al "Testo yonqui" de Beatriz Preciado, de quien he leído su obra completa y la recomiendo en bloque. Nunca son suficientes los libros que rompen los lazos con las imposiciones de la sociedad y que atacan con tan buenos argumentos a las ideas rancias enquistadas. Virginie y Beatriz son unas techno-guerreras, unas bio-meigas, y su lucha (sword-lipstick) tiene toda mi admiración y apoyo.



Poesía, la más alta expresión literaria. "La tumba de Keats" de Juan Carlos Mestre, una tarde de invierno en Roma junto a la tumba del poeta cuyo nombre fue escrito en el agua, escuchando las reflexiones que ese lugar y esa presencia le inspiran a Mestre; y, mientras me acompañan como una salmodia los versos sueltos que siempre recuerdo de Isabel García Mellado, cuyos poemas rezaría si algún día hubiese de rezar algo... cambiamos el registro, esto es una inmersión de lleno a la realidad, sin tiempo para ensayarlo y con agua fría: "No hay tiempo para libros: nadie a salvo" de David González, posiblemente uno de sus mejores libros, si no el mejor, y se lo dice alguien que los ha leído todos.

¿Qué? Ah, que no he citado a Javier Marías. Bueno, él siempre está ahí.

viernes, 13 de julio de 2012

"La montaña mágica" - Thomas Mann



Nos encontramos ante una novela que es un hito de la literatura mundial cuya publicación marcó un antes y un después en la escritura: la recomendación, en este caso, se adelanta al comentario. “La montaña mágica” es uno de esos libros que uno ha de leer, como pueden ser “Crimen y castigo”, “Cumbres borrascosas” o “Grandes esperanzas”, por citar sólo unos pocos. Digamos que son novelas imprescindibles para cualquiera que se jacte de ser un buen lector: pues bien, cuando uno encuentra el momento adecuado y las lee, se da cuenta de por qué han pasado a la historia: son inabarcables, gigantescas, majestuosas y perfectas.


En el caso de “La montaña mágica”, la lectura se asemeja a un ascenso (sí, aunque sea una comparación muy obvia). A medida que se pasan las páginas, el aire que se respira es un poco más puro, la mente se despeja, las certezas ya oxidadas se diluyen y dejan paso a nuevos planteamientos que sin que nos demos apenas cuenta cambian la forma de entender el mundo que nos rodea. Miras hacia atrás y ves el camino recorrido, y el pasado a tu espalda, allí abajo. En esta novela pasan todas las cosas y a la vez pasan muy pocas: Thomas Mann mantiene en vilo al lector durante centenares de páginas sin introducir en la trama grandes enigmas, ni extraordinarias hazañas, narrando tan solo la vida de un sanatorio de enfermos con afecciones pulmonares. Esto, sólo puede hacerlo un genio.


La idea de “La montaña mágica” surgió de una breve estancia de la mujer de Thomas Mann, Katia, en un sanatorio con características muy similares al de la novela. Es el enclave y la excusa perfecta para reflejar con todo lujo de detalles la decadencia de la sociedad burguesa de principios del siglo XX en los años previos a la Primera Guerra Mundial: el mundo de aquella sociedad se vino abajo, su forma de vivir y de entender su realidad desapareció para siempre. Y esa decadencia final, esos últimos tiempos, quedan aquí perfectamente reflejados, con precisión de cirujano. Después de la guerra nadie volvió a ser quien era antes y, aunque la novela finaliza justo en los primeros días bélicos, el final abierto y absolutamente demoledor da una idea clara de lo que ocurrió entonces.


A lo largo de la novela aparecen decenas de personajes, en su mayor parte enfermos de larga duración ingresados en el sanatorio, pero también sus familiares, los médicos... todos y cada uno de ellos, inolvidables. Personalmente, hay dos personajes que me han marcado para siempre: Settembrini y Naphta, dos de los enfermos que han vivido muchos años en el sanatorio y que mantienen unas larguísimas discusiones sobre temas elevados, a las que Hans asiste atónito y sin intervenir apenas (hay que tener especial cuidado con Naptha, un tipo huraño y anómalo cuyos brillantes sofismas pueden llevarte a su terreno). Durante estas conversaciones la novela alcanza cotas de exquisitez realmente altas.


Por todo esto, les invito encarecidamente a que den una oportunidad a Thomas Mann, si no lo han hecho todavía. Hace tiempo, también disfruté mucho con la lectura de “Muerte en Venecia”, del mismo autor, cuya versión en cine (de Visconti) también es más que recomendable.

sábado, 28 de enero de 2012

fragmento de "La Montaña Mágica" - Thomas Mann


-No es una ilusión. En invierno los días se alargan y cuando llega el más largo, el veintiuno de junio, a principios de verano, se vuelven a acortar, se van reduciendo mientras se avanza hacia el invierno. Te parece natural, pero si lo consideramos desde otro punto de vista, puede uno sentirse poseído de la angustia del momento y estar dispuesto a agarrarse a cualquier cosa. Es como si el bromista de Till Eulenspiegel dispusiera las cosas de este modo para que a principios del verano el otoño... Uno se siente arrastrado por un círculo con la esperanza de algo que es de nuevo un punto de inflexión. No se hace más que girar. Todos esos puntos de inflexión de que se compone el círculo no tienen extensión, el punto de inflexión no puede ser medido, no hay por tanto rumbo de continuidad, y la eternidad no es una "línea recta", sino un "carrusel".
-¡Basta!
-Fiesta de solsticio -dijo Hans Castorp-. ¡Solsticio de verano! Fiesta de San Juan, los corros, los bailes en torno a las hogueras. Nunca lo he visto, pero parece que es así como los hombres celebraban la primera noche de verano con que comienza el otoño, ese mediodía y esa cúspide anual que empieza luego inmediatamente a descender. Bailan y giran y están alegres. ¿De qué se alegran en su sencillez primitiva? ¿Puedes comprenderlo? ¿Por qué están tan contentos? ¿Porque ya se desciende hacia las tinieblas o porque  se había ido subiendo hasta llegar al instante, al inevitable punto solsticial, la medianoche de verano, la cúspide melancólica en su presuntuoso exceso de fuerza? Lo digo tal como es, con las palabras que se me van ocurriendo. Es un orgullo melancólico y una melancolía orgullosa lo que les hace bailar, lo hacen positivamente por desesperación, si así puede decirse, en honor al movimiento circular y de repetición eterna sobre la línea de dirección en la que todo se repite.
-Yo no puedo decir eso -murmuró Joachim-, haz el favor de no suponer lo que pienso. Creo que te ocupas de cosas muy difusas cuando por las noches permaneces tendido en el balcón.

"La Montaña Mágica", Thomas Mann
Barcelona: Plaza & Janés, 2000.

lunes, 1 de agosto de 2011

"Muerte en Venecia" - Thomas Mann


"Muerte en Venecia" es una deliciosa novela corta que me ha maravillado y gracias a la cual ahora afronto con más ánimo y ganas -y prisa- la tarea de leer "La montaña mágica", del mismo autor.

Releí las primeras páginas hasta encontrar el pulso exacto al discurso del escritor que aparentemente es sencillo y llano pero que contiene gran cantidad de matices (si por algo se reconoce a los grandes literatos es por narrar de forma que la trama pase a un segundo plano). Abundan las descripciones magistralmente detalladas, posee una elegancia y una serenidad difíciles de describir.

El relato trata el encuentro casual entre dos desconocidos: un escritor anciano, viajero solitario, y un adolescente extremadamente bello, y del embelesamiento y fijación del primero hacia el joven, cuando lo descubre. Son especialmente magistrales las descripciones de Mann (1875-1955) acerca del adolescente: transmiten a la perfección su fisonomía y costumbres, que el viejo escritor observa incansable desde que le encuentra, casualmente, en el mismo hostal donde él se aloja.

La gran diferencia de edad entre ambos motiva las reflexiones del protagonista, que da por hecho que cualquier acercamiento a su objeto de deseo es inútil por culpa de su vejez. No obstante, la posibilidad de disimular los estragos del paso del tiempo (cuidados faciales, teñido de cabello, etc.) resaltan un fragmento especialmente bueno del inicio de la novela que en su momento pasa desapercibido por no influir en los acontecimientos del relato pero que ya hacia el final cobra mucho más sentido: es el espanto del protagonista tras observar a un señor mayor intentando aparentar menos años para mezclarse con un grupo de chicos mucho más jóvenes que él.

"Un grupo de jóvenes integraban el pasaje de primera (...): charlaban o reían, complaciéndose en su propia gesticulación, e inclinándose por la borda, lanzaban pullas y remoquetes a sus compañeros que, cartera bajo el brazo, discurrían afanosos por la calle del puerto y amenazaban con sus bastoncillos a los excursionistas. Uno de éstos, vestido con un traje estival de última moda, color amarillo claro, corbata roja y un panamá con el ala audazmente levantada, destacaba entre todos por su voz chillona y excelente humor. Pero en cuanto Aschenbach lo hubo observado con más detenimiento, se percató, no sin terror, de que se trataba de un falso joven. Era un hombre viejo, no cabía la menor duda. Hondas arrugas le cercaban ojos y boca. El opaco carmín de sus mejillas era maquillaje; el cabello castaño que asomaba por debajo del panamá con cinta de colores era una peluca; la piel del cuello le colgaba fláccida y tendinosa; el bigotito retorcido y la perilla se los había teñido; la dentadura amarillenta y completa, que enseñaba al reírse, era postiza, además de barata, y sus manos, cuyos índices lucían anillos con camafeos, eran manos de anciano. Aschenbach se estremeció viéndolo alternar con aquellos muchachos. ¿No sabían, no advertían acaso que era viejo y no tenía derecho a llevar su abigarrada indumentaria de dandy ni a hacerse pasar por uno de ellos? Pues lo cierto es que, con toda naturalidad y como por costumbre, según parecía, lo toleraban en su grupo y lo trataban como a un igual. ¿Cómo era posible algo así?"

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