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miércoles, 12 de septiembre de 2018

"Walt Whitman ya no vive aquí" - Eduardo Lago


Más allá de David Foster Wallace

Eduardo Lago es considerado uno de los mayores referentes en cuanto a literatura norteamericana se refiere. Su conocimiento en la materia estriba, en gran parte, en su labor como traductor. Ha traducido a muchos de sus principales referentes literarios, como por ejemplo a David Foster Wallace, Philip Roth, John Barth o Don DeLillo. 

Este volumen no es tanto un ensayo al uso (académico, riguroso, estructurado, impersonal) sino un híbrido que incluye también la visión de su autor (personal, subjetiva, sesgada) con respecto al trabajo de los autores que analiza, a lo que se añade algo así como una suerte de diario de trabajo, anécdotas de los autores, etc.

“Walt Whitman ya no vive aquí”, comienza con una conversación inédita con David Foster Wallace, el autor maldito de “La broma infinita” y otros librazos. La charla es la mar de interesante, con preguntas y respuestas muy lúcidas e informativas, esclarecen muy bien quién es cada uno de los participantes, es un texto buenísimo para dar comienzo a este libro tan particular. Especialmente llama la atención el nivel al que hablan sobre literatura, y también el hecho de que no hablen de otros temas (no tan extraño en entrevistas con escritores). Las respuestas de Foster Wallace no se quedan en la superficie, se esfuerza y ahonda mucho en el contenido de lo que cuenta, también es palpable que se crea un clima magnífico entre ellos y que esto hace que se abra más a seguir hablando.

Más adelante hay lugar para mucho más D.F.W., es innegable la pasión que Lago siente por la obra de este autor. En general, y como veremos, hay una familiaridad muy bonita, una cercanía muy especial, entre Lago y sus autores de referencia, a quienes parece sentir como parte de su familia. 
También hay un lugar para comentar la obra de los autores más crípticos o tradicionalmente más difíciles (Pynchon, Gaddis, el mismo Foster Wallace o DeLillo, quienes a su vez se influencian de otros como Joyce, Navokov o Beckett).


La mujer en la literatura norteamericana

Hasta aquí, todo son autores hombres. ¿Dónde están ellas? ¿Siguen encerradas en casa a la sombra de antipáticos maridos que firman sus textos por ellas? No será hasta la página 53 cuando encontremos una explicación a este fenómeno:

Entre los integrantes de los cuartetos elegidos por Wallace y Bloom no figura una sola escritora, lo cual invita a pensar. No es cuestión de corrección política. Cualquier intento de jerarquización en función del género del autor carece de sentido; más bien es cuestión de mero equilibrio.

A esto le sigue una larga digresión de por qué incluir o no a tal o cual autora que se pueda equiparar a los autores ya citados. Está claro que no es cuestión de corrección política: es cuestión de machismo, que no solo está presente en las librerías, sino también mucho antes, en los círculos literarios y editoriales desde que el patriarcado impera en la sociedad. Si se las ningunea, desprecia, hace a un lado, ignora… claro, no están. Página 55: 

La obra de Morrison es un proyecto sólido, unificado por un singular tratamiento de temas que tienen como centro la experiencia afroamericana vista desde la perspectiva de la mujer (...)

¿Y qué otra perspectiva iba a tener, si la autora es una mujer? Para detectar de forma fácil cualquier presunta “machistada”, basta con darle la vuelta al género de la frase: nunca veríamos escrito “la experiencia afroamericana vista desde la perspectiva del hombre”, ¿verdad? Sería una redundancia. La visión masculina es la establecida y fundamentalmente válida; la femenina, sin embargo, es algo exótico y pueril, por lo que se incide sobre ella destacando que proviene de una mujer.

Siguiendo en esta línea, el capítulo dedicado a Sylvia Plath resulta estar en realidad dedicado “al fantasma de Sylvia Plath”: quien resulta ser el protagonista es su marido Ted Hughes, quien nunca escribió de forma brillante (esto es una opinión personal como cualquier otra, ya que no soy capaz de empatizar con su tono ni con su contenido) y probablemente sólo le conocemos por haber sido el marido de Sylvia Plath. ¿No resulta doblemente absurda su inclusión en este libro de literatura norteamericana… ¡puesto que era inglés…!?

Más adelante, en la página 289 y refiriéndose a la inaprehensible y maravillosa Emily Dickinson, nos sorprende con la siguiente sentencia: “El terror a disolverse, expresado de un modo que sólo lo puede hacer una mujer”. Y poco después, en la página 293, y siguiendo con E.D.: “a la altura de Walt Whitman, cuya lectura le fue prohibida por escandalosa y cuya voz estruendosamente viril se encuentra en las antípodas de la suya”.

Así que 250 páginas después, ya no es que “cualquier intento de jerarquización en función del género del autor carece de sentido”. Ahora, sí, parece ser. Influye el género del autor y además el texto también tiene género, es viril o es femenino. ¿Sabría alguien explicarme qué es lo uno y lo otro? Se da la casualidad de que este libro se publica en 2018, cuando la revolución de la identidad y del concepto de género está en plena revisión y apogeo, el feminismo está más “de moda” que nunca y resulta imposible no alertarse ante sesgos machistas en cualquier ámbito.


Visita al cementerio y la pseudo literatura

Hay algunos fragmentos que me han gustado mucho, como algunas anécdotas históricas de la ciudad de Nueva York, más o menos relacionadas con la literatura. O la narración de su visita a los lugares donde vivió Emily Dickinson.

Pero sobre todo hay un discurso que se mantiene a lo largo de toda la obra, una crítica para nada velada, que también me ha interesado muchísimo: se trata de las malas praxis editoriales que yo también he detectado en ocasiones y que no encajan en absoluto con lo que yo entiendo como Literatura, en general. Veamos. Hay un fenómeno editorial, recurrente, tan manido que supongo que ya nadie se lo cree, pero que se sigue usando sin descanso: el de anunciar como “un hito en el panorama literario contemporáneo” la publicación de una nueva novela. Que muchas veces ni siquiera es literatura, es objeto de entretenimiento y consumo sin más, de autores supuestamente cultos que viven de satisfacer el apetito de las masas. Como bien dice Lago, los mismos lectores que les conceden la fama a estos autores, pronto se la quitan. Se trata del principio de obsolescencia, que hace que caigan en el olvido a los pocos meses de la fecha de publicación.

Basta con ver cómo proliferan en webs y aplicaciones de compra-venta de objetos de segunda mano los típicos best-sellers que pierden todo interés cuando el lector averigua quién es el malo, o cuando sale otro que hace sombra al anterior (un nuevo “hito en el panorama…”), y así eternamente: pasa con los libros entre cuyas líneas no palpita vida. Sin embargo, hay libros buenísimos que son inencontrables una vez descatalogados, hagan la prueba, llevo años comprobándolo.

Me gusta la idea de Lago al considerar que un escritor “de verdad”, ignora olímpicamente toda suerte de estrategias comerciales, no concede entrevistas, jamás habla de su obra, se desconoce dónde vive y su última foto data de hace más de 50 años. Me encanta. Creo que definitivamente aporta valor y seriedad estar fuera del mercadeo editorial, de los circuitos capitalistas de la literatura. Podríamos subir la apuesta y decir que un escritor de verdad jamás publica (hay más ejemplos, no sólo está Dickinson), no toma copas con los libreros ni le da su whatsapp a los lectores, no se baja los pantalones delante de una cámara de televisión ni se derrite ante un plato de comida gratis. Pero hay de todo para todos los gustos, y supongo que así debe ser.

Hay mucho más en “Walt Whitman ya no vive aquí”, que además de poseer un título magnífico, se trata de un libro del que se puede aprender bastante sobre literatura, e incluye al final unos apéndices con guías de lectura, listados de obras y autores ordenados cronológicamente: la versión extendida, media y una lista con unos pocos imprescindibles para quienes tengan menos tiempo o se lo quieran dedicar a otras cosas, porque tiempo tenemos todos el mismo al cabo del día. Según Lago: la mejor novela es “Moby Dick”, de Herman Melville y el mejor poemario es “Hojas de hierba”, de Walt Whitman. A ver quién es el valiente que le quita la razón.


viernes, 5 de julio de 2013

Bartleby el escribiente y otros cuentos - Herman Melville


Mientras aprendo, embelesada, de las teorías de Gilles Deleuze, Bartleby se cruza de nuevo en mi camino. Releo en esta ocasión la ya mítica nouvelle de Herman Melville sobre este escribiente extraño en una deliciosa edición de Alianza, que incluye otros cuatro cuentos de Herman Melville que no conocía. 

Bartleby, un copista que decide empezar a declinar las tareas que le son encomendadas en su trabajo, es un personaje que encarna la imposibilidad de escapar a las leyes sociales estipuladas: cuando alguien se separa de la sociedad-rebaño, ésta le persigue hasta encerrarle o infringirle daño o castigo. Bartleby es un buen ejemplo de ello.

Del resto de cuentos me fascina “La veranda”, un cuento de tintes feéricos escrito con una sencillez y una delicadeza fascinantes. Versa sobre un tema encantador: la pátina de fantasía que muchas veces, casi sin querer, extendemos sobre la realidad para hacer del día a día algo más habitable y soportable. Es algo que hasta los humanos menos mágicos practican, aunque casi nunca se den cuenta. En este caso, el protagonista del cuento localiza una casa que se ve desde la suya en la lejanía, e imagina para ella un entorno mágico, mientras ese lugar le atrae y reclama cada vez con más fuerza: un cuento maravilloso. 


Volviendo a Bartleby, (que, por más veces que uno lo lea, insiste en seguir teniendo siempre el mismo maldito final) esta lectura me descubre detalles nuevos. Presto más atención a los otros dos copistas secundarios, Nippers y Turkey y al pequeño recadero Ginger Nut. Verdaderamente, añaden frescura al comienzo del relato y consiguen que no sea tan sombrío desde el principio. Poco a poco la atención se centra en Bartleby, delgado, pálido, silencioso. ¿Cómo no fijarse en él, como no sentir simpatía inmediata sobre alguien tan diferente al resto, cómo no dejarse llevar por la ternura? Bartleby encarna nuestros miedos y frustraciones, los lleva al límite, nos muestra qué sucedería si el terror o la inacción (o una producto del otro, o viceversa, sí, incluso viceversa) nos paralizasen y condenasen al fracaso nuestra existencia.

No existe justicia para Bartleby, esta sociedad no ha reparado en esos individuos que no desean someterse a ella, no hay lugar en el que refugiarse. Su final es injusto, injusto, injusto. 

Al respecto de Bartleby, Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo tienen mucho que decir. Existe en la editorial Pre-Textos un libro magnífico que incluye el relato de Herman Melville sobre Bartleby más tres ensayos de los citados filósofos: “Preferiría no hacerlo”.

En este libro, Deleuze, (heterogéneo, prolijo en recursos, perspicaz y con una redacción impecable), reflexiona sobre el lenguaje analizando la sintaxis de la frase original I would prefer not to, una sentencia extraña que inquieta a todo aquel a quien vaya dirigida y que desestabiliza toda norma de comportamiento social establecido: “Pese a ser una construcción normal, suena como una anomalía”. A partir de sus reflexiones sobre las peculiaridades que provoca esa frase en cualquier idioma, expone algunas sentencias sublimes: 

A primera vista, podría parecer que la fórmula es una mala traducción de un idioma extranjero. Pero, a decir verdad, su propio esplendor desmiente tal hipótesis. Sucede más bien como si fuera la fórmula la que socavase la lengua con una especie de idioma extranjero (...) aún siendo cierto que las obras maestras de la literatura constituyen una suerte de lengua extranjera en el interior del idioma en que están escritas, ¿qué impulso de locura, qué inspiración psicótica ocupa el lenguaje en tales ocasiones?

Giorgio Agamben principalmente establece referencias históricas entre Bartleby y la forma de copiar textos en civilizaciones remotas, con ejemplos concretos, observando la acción de escribir desde un punto de vista metafísico. Acerca del personaje de Bartleby, comenta:

Como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema  de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta. El escribiente se ha convertido en la tablilla de escribir, ya no es nada más que la hoja de papel en blanco. No es, pues, de extrañar, que se demore tan obstinadamente en el abismo de la posibilidad y no parezca tener la menor intención de salir de él.

José Luis Pardo, por su parte, examina la figura del escritor y del lector uniéndolas en una sola, convirtiendo a uno en otro, fundiendo ambas tareas en una misma y excluyendo de esta unión al copista que no comprende aquello que transcribe. 

El matrimonio entre lectura y escritura (que hace de todo lector un escritor in fieri y de todo escritor un lector in actu) es la clave de esa “invención reciente” que llamamos literatura.

También trata el asunto de la identificación entre el lector y la obra literaria, así como de otros muchos relativos a la figura de Bartleby cuestionándose multitud de aspectos (y exponiendo estas interrogaciones al lector para que construya pensamiento propio en base a ellas) con el fin de comprender mejor al personaje y sus motivaciones. Finalmente, asocia su figura con la del apóstol Bartolomé, estableciendo las conexiones y similitudes entre ambos, creando un vínculo inesperado, haciendo rizoma.

Devengamos en Bartleby, ¿por qué no? Hagamos línea de fuga: elijamos no hacerlo.

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