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sábado, 1 de junio de 2019

"El bosque" - Nell Leyshon




Conocía a Nell Leyshon a través de su admirable trabajo “Del color de la leche”, novela que se publicó en España a cargo de Sexto Piso y con traducción de Mariano Peyrou: era una auténtica delicia, con esa redacción tan sutil y esa capacidad para mantener al lector en vilo. A pesar de relatar sucesos espeluznantes (de abuso infantil) conseguía dar forma a todo ese lodo y construir algo hermoso a partir de eso: una tarea complicada y casi contradictoria, pero es que en eso consiste la verdadera literatura.

En “El bosque”, con traducción de Inga Pellisa, he encontrado vaivenes en lo que a intensidad se refiere. También es cierto que la novela se divide en tres bloques principales bien diferenciados y que la intención, la forma, el fondo… todo parece haber sido orquestado de modo que no se perciba como una novela al uso.

La trama no es ningún secreto, ya que se resume detalladamente en la cuarta de cubierta de la novela.

La primera parte se desarrolla en Polonia, en un ambiente familiar ideal donde el pequeño Pawel crece junto a las contradicciones de su madre y el resto de la familia (tan parecida a todas las demás familias felices o tan infelices a su manera). Las contradicciones de su madre son debidas a su difícil gestión personal de la ruptura con su independencia y todo el tiempo que tenía disponible para dedicarlo a los placeres, la habitación propia… cuando irrumpe la maternidad. Esto está muy bien plasmado a lo largo de toda la trama, sin eufemismos, ya que la vida interior de las mujeres, la sexualidad femenina y la maternidad son temas tabúes en la vida real y, por tanto, en la literatura, que es la representación escrita de la misma. Zofia, la madre de Pawel, se percibe a sí misma como un sol transmutado en planeta que gira en torno a un nuevo astro, su hijo, que reclama todo su tiempo y todas sus atenciones.

Su piel huele a galletas, a algo hecho en casa, aquí en la cocina. Siente que ella misma empieza a ablandarse, como si su corazón fuese de nuevo cera y él fuese de nuevo la llama. Levanta un brazo, rodea su cuerpo. Levanta la otra mano, le aparta el pelo de la frente con una caricia. Él la estrecha más fuerte por la cintura, por el cuello.
Vuelve a ser un solo cuerpo.
Desliza la mano por su pelo, por su mejilla, envuelve su mentón en la mano. Le levanta la cara y se miran el uno al otro. Sostiene su cara, su cara entera, su mundo entero, parecería, en la palma de la mano.

La segunda parte es la pérdida de la inocencia para Pawel y también la pérdida de la vida, o de la vida tal y como la conocían, para el resto de su familia. El niño y su madre huyen al bosque para salvarse de la invasión militar y durante una temporada se refugian en un establo, dignificando su día a día en la medida de sus posibilidades: esta época marcará sus vidas para siempre. Este bloque es el más abstraído, de modo que refleja muy bien los esfuerzos, conscientes o no, de los protagonistas para disociarse de una realidad que se les presenta de forma tan hostil. Entre el lector y la trama hay un velo muy denso, que no es accidental. Es también muy lírico y casi se podría decir deshilachado, en el sentido de que en ocasiones la cadencia se interrumpe, se ramifica, llega a puntos muertos y se retoma a sí misma en cualquier otro lugar inesperado. Justo aquí Leyshon deja entrar a la magia y lo hace por todo lo alto, dando lugar a algunos de los pasajes más emocionantes de toda la obra. Un I went out to the hazel wood al más puro estilo Yeats que, precisamente, homenajearía al escritor irlandés también en lo mágico si es que el lector quiere sugestionarse tanto como yo lo hago y encontrar asociaciones incluso donde no las hay: o, más bien, donde Leyshon nunca las puso adrede. O quién sabe.

Le es imposible dormir. Tal vez sea verdad, y está vigilando la entrada de la cueva. Los seres humanos creen que avanzan sin fin hacia el desarrollo y la sofisticación, sin embargo, habitan en todos nosotros los fósiles enroscados de los hombres y mujeres antiguos, que saben cosas que nosotros no. Que notan una presencia a nuestra espalda. Que saben que debemos sentarnos apoyados en la pared para ver acercarse al enemigo. Que se enamoran en la primera cita, guiados por olores invisibles, imperceptibles.
Ella, Zofia, sabe todo esto: lo rápido que se esfuma la sofisticación, lo rápido que puede desplegarse la mujer fósil.

Finalmente, la tercera y última parte es el regreso a la civilización, años después, cuando la guerra ha terminado y madre e hijo pueden salir de su escondite en el bosque. Observamos los estragos que una vida tan violenta y accidentada ha causado en los protagonistas, así como la presión de la sociedad retrógada. El contenido de este apartado no se desvela en la cuarta de cubierta así que tampoco voy a comentarlo aquí. Para mí ha sido una sorpresa, un hallazgo que para nada esperaba y que me ha llevado hasta las lágrimas en algunos pasajes. Leyshon concentra en esta parte su mejor saber hacer en cuanto a delicadeza y sensibilidad se refiere, y se reafirma como una maestra en el arte de describir la cotidianidad de puertas para dentro y los finísimos pensamientos captados al vuelo. También, del uso de pequeños objetos que sirven como desencadenante de un sinfín de recuerdos. Pero, aunque para mi gusto esta parte es la que más brilla, en conjunto es una novela muy recomendable, y he de confesar que huyo de las novelas que utilizan la guerra en su argumento. Pero por suerte (para mí, al menos) esta novela va más allá y, además, la edición, como siempre sucede cuando se trata de Sexto Piso, es impecable.

No persigas un pensamiento que duele. Ya sabes que no hay que hacerlo.

lunes, 9 de mayo de 2016

Canciones de amor a quemarropa - Nickolas Butler


“Canciones de amor a quemarropa” es el tipo de libro que gusta a los adolescentes y a sus madres: es una afirmación muy atrevida e incompleta, lo sé… no hay que tomarla al pie de la letra.

La trama y la presentación formal no aportan nada nuevo al género de la novela, pero al final resulta ser un librito muy agradable, así que me apetece recomendarlo, aunque no encaje con el tipo de lecturas que suelo comentar aquí.

Se trata de una novela coral a cinco voces, las de unos viejos amigos de la infancia procedentes de un humilde pueblo granjero de Wisconsin. Un poco al estilo de la novela familiar, ligera, semi romántica, muy plagada de mitos americanos (el hombre hecho a sí mismo, el triunfo del trabajo duro, los valores tradicionales de la amistad y la familia heteropatriarcal, trabajadora y creyente); en fin, si se hiciera una película basada en este libro no sería de extrañar que apareciera Jennifer Aniston pululando por ahí.

Me está gustando menos a medida que intento describirlo, me temo.

A su favor: las metáforas salpicadas por doquier, sencillas, descriptivas y cuidadas con el mimo honesto de quien pretende crear algo hermoso, sin ínfulas ni grandes pretensiones. A veces me gana el pulso la delicadeza, aunque sea tosca o imperceptible (la delicadeza propia de alguien de aspecto rudo que de pronto te sorprende apartando con cuidado un caracol a un lado del camino en un día de lluvia, con sus manazas, para que nadie pueda pisarlo).

La trama avanza a través de estos capítulos de narrador variable, es relativamente fácil empatizar con todos ellos, ponerse en su lugar y apreciar los matices en las diferentes formas que tiene cada uno de vivir y protagonizar los mismos acontecimientos.

En su contra: los valores que transmite. Precisamente porque proceden de la típica comunidad biempensante y a estas alturas, como lectora, algo así ya no me aporta nada, incluso me da cierta pereza. Todas y cada una de las relaciones entre los protagonistas son heterosexuales, monógamas y ensalzan los valores de la familia. (También de la comunidad, de la amistad sin fisuras, etc., y todo eso está muy bien… ¡pero!).

Pero tenemos al personaje principal atormentado durante todo el libro por sentir cierto enamoramiento hacia una amiga con la que una noche se acostó, siendo jóvenes y solteros: luego el amor, según qué amor, es malo; luego el sexo, según qué sexo, es malo. Pues lo siento, pero no. El sentimiento amoroso no tiene por qué ser recíproco para ser hermoso, ni es enfermizo por definición si dos personas lo sienten por una tercera al mismo tiempo; y sentir celos no es algo que te defina, lo que habla de ti es cómo los gestionas. Al igual que sucede con la libertad y la mentira, pero eso ya lo comentaremos otro día, si viene al caso.

Estas diatribas podrían ser eternas, quizá otro punto a favor del libro es que invita a pensar sobre todas estas cuestiones, a replantear nuestras propias convicciones. Y si un libro hace pensar al lector, por sencillo o humilde que sea, y aunque se termine decantando por afianzar su propia visión sobre el asunto… leerlo habrá merecido la pena.

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