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sábado, 6 de noviembre de 2021

Shirley Jackson, juegos de muerte y memoria selectiva

 


Últimamente, una horrible serie sobre juegos de muerte se ha colado en todas las casas. A pesar de que su creador ha explicado que su intención era hacer una crítica al sistema, el propio formato ha provocado que los espectadores se pasen el mensaje por el arco del triunfo y se entretengan recreando esos juegos de ultraviolencia (incluso con niños, quienes también están viendo la serie) y arrasando con los artículos de la serie en las tiendas, es decir, dando absolutamente la razón al capitalismo. La gente es idiota. 

Los creadores de este tipo de formatos saben que el espectador se verá reflejado en la parte ganadora: el ser humano se proyecta en quien sabe que no va a morir. En ese juego las víctimas mueren, el único superviviente es el capitalismo. Breat Easton Ellis se estará frotando las manos. 

El mensaje es que los humanos somos malos por naturaleza: y es precisamente este tipo de ficciones mal construidas las que nos reafirma en esa oscura idea. Es decir, al público general no le cala la crítica social, lo que cala es el mensaje negativo y por eso los juegos le están pareciendo a todo el mundo algo divertido que mola replicar: esta serie hace la violencia apetecible, con esos colores y el discurso facilón.

La trama no es nada nuevo, a pesar de que el bombazo de este éxito nos pueda cegar y hacer pensar lo contrario. Existen ficciones literarias de hace décadas que han tratado exactamente el mismo tema. Lo único que cambia es la adaptación de los miedos y problemas sociales de cada época. 

En 1924 Richard Connell escribió “El juego más peligroso”, que fue llevado al cine en numerosas adaptaciones y que inspiró muchos otros relatos y novelas de temática similar. Originalmente esta historia deriva del auge de la caza mayor en EEUU, un juego de muerte muy psicópata ya de por sí (hagan el favor y lean “Goat Mountain” de David Vann). Dos cazadores, en la vida real, empachados ya de la adrenalina que les provocaba asesinar inocentes por diversión, pensaron en lo estupendo que sería poder matar personas o matarse el uno al otro y, ¿qué inventaron? Sí amiga, sí: el paintball.

Unos años después, en 1948 se publica “La lotería” de Shirley Jackson, un brevísimo y aparentemente inofensivo relato sobre la lapidación anual de una persona elegida en una pequeña aldea de la América profunda. Los relatos de Shirley Jackson tienen eso: presenta con mucha calma una cotidianeidad en la que todo parece normal hasta que de pronto, introduce algún elemento que chirría y te deja a cuadros. Es en ese momento cuando ella desaparece y te deja desamparada y con el corazón en un puño. El cuento acaba y empieza otro, donde con otros elementos vuelve a hacerte la misma jugada.

Relatos ritualísticos basados en tradiciones también ha habido siempre, como por ejemplo, todos aquellos en los que se utilizan ofrendas para conseguir algo bueno (como una buena cosecha). O no necesariamente cosas tan tangibles, simples purgas que sirvan al bien común, para eliminar lo malo y atraer lo bueno, de una forma más etérea. Ficciones como la que nos presenta la película “La purga” o la novela “La larga marcha” de Richard Bachman (pseudónimo de Stephen King) también siguen esta misma tradición de juegos de muerte.

También a raíz de Jackson he pensado estos días en el paso del tiempo. Y en que, a veces, todo tiene un precio. Hace años una personita entró en mi casa sin pedir permiso y me hizo un enorme favor sacando la basura pero lamentablemente también se quedó con mi edición de "Siempre hemos vivido en el castillo", de Shirley Jackson, en la edición de la ed. Minúscula de 2012. Por algún motivo nunca lo intenté reponer pero de cuando en cuando lo recordaba, por cosas de la vida dispongo ahora del mismo título en una edición mejor, la de Edhasa de 1990. Releyéndolo estos días apenas podía creer lo alterado que tenía su recuerdo. Creo que el hecho de robármelo hizo que lo idealizara y, además, siempre lo identifiqué demasiado con "Irlanda" de Espido Freire, que definitivamente me gusta mucho más. 

Supongo que es inevitable idealizar todo aquello que te ha sido arrebatado de una manera injusta o en un contexto trágico o macabro. Que te pongan los cuernos aprovechando que viajas a otra ciudad porque en tu familia hay alguien a punto de morir, es lo bastante terrible y lo bastante macabro.
Estos días, la lectura de ‘Siempre hemos vivido en el castillo’ me ha descolocado, no encontraba ni rastro de la poesía que creí ver en su día. Releí la reseña que escribí hace años, y me doy cuenta de que hoy leo este relato con otros ojos, desde otro lugar muy diferente. Desde un lugar acogedor y tranquilo al lado del mar.

domingo, 2 de diciembre de 2012

"Siempre hemos vivido en el castillo" - Shirley Jackson


La escritura de Shirley Jackson es hipnótica y deliciosa; lo que comienza pareciendo una novela muy típica para adolescentes pronto se convierte en un texto raro, diferente a lo habitual, maravillosamente escrito y con una capacidad de enganche que roza lo demente.

Shirley Jackson estaría incluida dentro del selecto grupo de la literatura gótica sureña (entre los más destacados de esta clasificación: William Faulkner, William Gaddis, Joyce Carol Oates –de quien se incluye un estupendo posfacio en esta edición– y Cormac McCarthy), con la salvedad de que ella vivió y desarrolló su carrera en el norte a pesar de proceder de San Francisco, en el sur de los Estados Unidos.

Su obra ha influido en la literatura oscura y de terror, y es referente de autores como Clive Barker, Stephen King, Richard Matheson o Jonathan Lethem. Escribe con una finura muy especial que destaca por las pinceladas de brillantez que se encuentran desperdigadas pero constantes a lo largo del libro.

Esta novela posee un comienzo un tanto desconcertante, con sutiles características que recuerdan a la literatura juvenil, y sólo se comprende mejor a medida que uno avanza en la lectura, aunque se trata de una prosa en ningún caso retorcida: es más, el libro se lee sorprendentemente rápido.

La voz en primera persona de la narradora corresponde a Merricat Blackwood, que vive junto con su hermana Constance y su tío Julian. Uno de los tres asesinó al resto de la familia seis años atrás, pero curiosamente ése no es un asunto imprescindible para que uno se enganche sin remedio a la novela: lo que atrae es lo bien escrita que está, y las referencias que constantemente se hacen al mundo mágico. De hecho, son precisamente ésos los toques de genialidad que otorgan calidad al libro. 

Aunque no se trata clara ni directamente el tema de la brujería, sí se cuenta que en ocasiones Merricat, la protagonista, lleva a cabo algunas liturgias menores que buscan favorecer los asuntos de su día a día. Se trata de pequeños gestos que ha inventado, que únicamente proceden de su instinto y que podríamos considerar rituales de magia simpática. En este sentido, también destacan las apreciaciones de Merricat con respecto a su entorno, como por ejemplo, cuando se asoma al cielo a través de un tejado derruido y dice ver, o creer ver, criaturas aladas sobrenaturales que planean sobre la casa mientras se entregan a sus quehaceres cotidianos; cuando trata de esconderse en el bosque y percibe cómo los árboles forman un círculo que la protegen (en lugar de situarse ella tras unos árboles que ya estuviesen situados formando un corro), o cuando entierra cerca del río la pluma de su tío, que tiene grabadas sus iniciales, para que el agua al pasar siempre cante su nombre.

Es en la descripción de estos momentos cuando las frases se tornan más bellas y la lectura aún más hipnótica, convirtiéndolo en un libro inolvidable.

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