sábado, 20 de octubre de 2018

"Monstruas y centauras" - Marta Sanz



Una de las cosas que más me gustan de este libro es el título y su lucidez, se trata de una visión sin apenas perspectiva de los acontecimientos relativos al movimiento feminista de los últimos meses. La autora comienza explicando que siente una saturación informativa debido al bombardeo de una gran cantidad de fuentes de información. Para ordenar estas reflexiones, se basa en acontecimientos recientes como el movimiento Me Too, la carta de las intelectuales francesas y la huelga feminista de 2018.

“Monstruas y centauras” es el ensayo feminista de moda en Instagram, y me gusta que este puesto lo ocupe un libro cuya autora no da por hechas las cosas y se replantea todo, lo lleva a su terreno y construye una opinión en torno; no es, en fin, de las que opinan sobre una sentencia judicial antes de haberla leído y además escribe bien.

Hace alusión a sucesos tan recientes como el falso máster de la Cifuentes o el día en que Aitana Ocaña avisó en medio de una firma de discos que se levantaba un momento para ir al baño porque estaba con la regla. Realza la naturalización que la generación millenial hace de asuntos tabú que nos inculcaban a los que nacimos en el 85 y antes. Sin ir más lejos, estos días ha sido noticia que su compañera Amaia Romero acude a eventos públicos sin depilar, sin embargo nunca es noticia que vaya sin depilar un tío.

Marta Sanz no abandona la actitud de pensamiento crítico y analiza toda la información antes de adscribirse a movimientos o tendencias que surjan en torno al feminismo. Denuncia situaciones adversas para las mujeres en un mundo dominado por hombres, para que no miremos hacia otro lado y decaiga la rabia, para que se mantenga viva la lucha. También se abre exponiendo sus incertidumbres e inseguridades con respecto al feminismo y su lugar dentro de él, sus dudas y las contradicciones que no se obceca en resolver, sino que aprende a aceptarlas y a convivir con ellas, a observar cómo evolucionan a medida que su aprendizaje también lo hace.

Encontramos en la misma página a personajes en principio tan dispares como pueden serlo Mary Beard y Beyoncé, mientras la autora reflexiona sobre en qué parcela del feminismo se encuentra cómoda. En mi opinión todas las vertientes del feminismo son necesarias, mientras apunten en la misma dirección. Es la única forma de avanzar, sin pluralidad no es feminismo. Supongo que el hecho de que te incomode la forma de vida de una feminista muy distinta a ti, implica que debes revisar tus certezas en cuanto a la idea de mujer y de feminismo que ronda en tu cabeza. Otra cosa es que tenga que caerte bien todo el mundo, pero ese es otro tema.

No se trata de linchar al monstruo ―me digo a mí misma para sentirme mejor―, sino de escarbar en el origen de la monstruosidad, utilizar pomadas antibióticas, reeducar la postura.

Tampoco pierde de vista la necesidad del sentido del humor, a diario me pasa que a los pocos minutos de poner un pie en la calle me siento gravemente ofendida por ver actitudes machistas, incívicas, por el acoso sexual callejero, etc. Me encerraría en casa y que esa casa estuviera rodeada de kilómetros de territorio despoblado, no soy lo que se dice una persona social. Pero a la vez necesito trabajar para subsistir y recurro a unos grandes auriculares con death metal a toda pastilla y evito en lo posible andar mucho por ahí. Pero estoy divagando.

También insiste Sanz en la importancia del uso que le damos a la sintaxis. Decía alguien a quien yo quería mucho, que el lenguaje es quizá la única arma que tenemos para cambiar las cosas. A mí no me da miedo el cambio, me da miedo el conservadurismo y la estanqueidad. Hace mucho que sé que el lenguaje es una cosa viva y me gusta ver cómo se transforma y participar de ese cambio, lo que no soporto es el maltrato al que se lo somete y la cantidad de veces al día que veo escrito enserio, sobretodo y ti con tilde. No es ese el cambio al que me refiero, sino a la creación y normalización del lenguaje inclusivo y cero ofensivo: a que el masculino no sea el género por defecto, a que José María Cano revise su ego y su homofobia interiorizada, a no callarme cuando oigo algo así en mi entorno. Por mi trabajo tengo que convivir a diario con personas con las que jamás me iría de viaje, acostumbro a decir lo más sosegadamente que puedo “en mi presencia no consiento lenguaje del odio” cuando escucho expresiones machistas u homófobas. Supongo que esto me hace menos simpática, pero es que encajar nunca ha sido algo en lo que yo haya invertido un minuto de mi vida: encajar en un mundo enfermo, no es sano.

“Por decir portavoza no se es más feminista…”, dice mi amigo Julio Llamazares, pero a mí me entran dudas porque creo que la sintaxis es una pequeña forma de violencia y el travelling en el cine una cuestión moral (…) ¿Por qué no puedo jugar a utilizar el lenguaje como arma cargada de futuro? (…) No me sale decir de manera natural portavoza ni miembra, y creo que en esa artificialidad y ese desorden reside la dimensión política de una gramática que se hace visible y simultáneamente visibiliza un problema social. La pulida bola dorada del lenguaje se abolla y refleja la realidad con sus agigantadas deformaciones. No sé muy bien a qué viene tanto escándalo. Ni esa ortodoxia tan reveladora en la época de la cola de ratón del relativismo y de la desintegración de las humanidades en los planes de estudios de secundaria. En la época en que los niños estudian finanzas. Se acusa de ignorancia a las mujeres que hacen política con la forma del lenguaje como si la forma del lenguaje estuviese exenta de todo tipo de pilosidades ideológicas. Mientras tanto, el conocimiento y la opinión se confunden y se exalta la ignorancia como si tal exaltación fuese un principio democrático que nos igualase.

De aquí viene la elección del título, y de la construcción de la mujer ideal como una máquina perfecta a partir de recortes de revista. No soporto la expresión “es la mujer que todas querríamos ser”: nadie quiere ser la mujer que otra tiene en la cabeza. No hay una mujer perfecta. Y menos mal que no la hay, qué pereza tener que ser otra todo el tiempo.

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