Despentes y moderación no van de la mano. Es el atrevimiento el que define su obra, que explora los resquicios más oscuros de los bajos fondos de la sociedad parisina en este caso. El año pasado descubrimos el personaje por el que apostaba Virginie para esta gran obra, Vernon Subutex, el vendedor de discos caído en desgracia. La crisis le había despojado sin contemplaciones de todo lo que poseía y la primera novela terminaba con él viviendo en las calles. Este escenario le sirve a la autora para hacer una crítica mordaz a la élite burguesa y su eterna psicopatía, así como aviso para todos los mortales de que la calle acecha ahí fuera y que en el momento menos esperado cualquiera podemos perder de un plumazo nuestros privilegios y empezar a pedir auxilio a quienes antes se lo negábamos.
p.73 Las élites cuentan con el pueblo para hacer el trabajo sucio.
La prosa de Despentes es envolvente: se ajusta al ritmo frenético de la calle y a las costumbres de los habitantes de los parques, los lugares abandonados y cualquier rincón que convertir en cueva en los suburbios. Los antiguos conocidos de Vernon Subutex se entremezclan en esta segunda entrega con los vagabundos con quienes comienza a compartir espacios, dando lugar a un baile delirante de drogas, prostitución, amenazas, venganza, convivencia y resquicios de humanidad en los momentos más inesperados. También hay lugar para la política, el postureo y la falsedad de las redes sociales, los medios de comunicación, la miseria del mundo laboral, los choques sociales, culturales y religiosos en una ciudad dividida en guetos… y mucha y muy buena música, una selección muy cuidada de viejos clásicos del rock que daría lugar a una lista de reproducción magnífica: Sex Pistols, The Who, David Bowie, Nick Cave, James Brown, The Jam, Iggy Pop…
p.31 Él es amigo de los cuervos. En cuanto llega, los pajarracos lo reconocen y forman un círculo a su alrededor. Los cuervos parecen muchísimo más organizados que las palomas. Están gordos como aves de corral, son de un bonito color negro brillante y tienen una inteligencia inquietante para los humanos, acostumbrados a creer que los animales no entienden gran cosa. Los cuervos del parque captan enseguida con quién se las tienen que ver. No necesitan al viejo para comer –despanzurran el fondo de las basuras a picotazos y se sirven. Pero parece que les gusta socializar. No se limitan a presentarse cuando llega el viejo con la comida. Lo esperan. Y si el tío tiene que cambiar de sitio porque los vigilantes lo controlan, los pajarracos no se ponen nerviosos, lo siguen y se avisan de que el lugar de reunión ha cambiado.
p.103 La comparación más parecida con lo que conocía antes sería un porro de hierba pura a las diez de la mañana en una playa desierta, un día de otoño, justo después del café –el momento en que quieres levantarte, las piernas de algodón, presa de un ligero vértigo. Estás bien. Caminas. Los fundidos a negro te entrecortan la vista, la realidad, convertida en decorado, es perceptible, pero cuelga de un hilo. Eres un globo inflado con helio.
p.112 Acuérdate, Vernon, entrábamos en el rock como el que entra en una catedral, y esta historia era una nave espacial. Estaba lleno de santos, ya no sabíamos ante cuál arrodillarnos para rezar. Sabíamos que una vez desenchufados los jacks, los músicos eran personas como las demás, que hacían caca y se limpiaban los mocos cuando pillaban un resfriado, pero daba lo mismo. Nos importaban un huevo los héroes, lo que queríamos era aquel sonido. Nos traspasaba, nos fulminaba, nos colocaba. Existía, a todos nos provocó lo mismo al principio: joder, ¿esto existe? Era demasiado grande para nuestros cuerpos. Jóvenes al galope, no teníamos ni idea de la suerte que teníamos… Me acuerdo del tío que me enseñó los tres acordes de “Louie Louie” a la guitarra, y por la noche me di cuenta de que con eso podía tocar casi todos los clásicos. Cuando tenías callos en los dedos por primera vez, era como haberte sacado el certificado de aptitud profesional. El primer tema que supe tocar entero fue “She´s Calling You”. Necesité un verano. Lo que hacíamos era una guerra. Contra la tibieza. Nos inventábamos la vida que queríamos tener y no había ningún aguafiestas que nos advirtiera que al final renunciaríamos. Cuando yo tenía dieciséis años, nadie habría podido hacerme creer que no estaba exactamente donde tenía que estar. En un camión G7, sentado en la rueda, temblando con seis colegas sin estar seguros de haber puesto bastante gasolina para volver pero a ninguno de nosotros le preocupaba la duda. Era “la última aventura del mundo civilizado”. Lo demás, te acuerdas, no era tabú, no estábamos cabreados con nadie. Lo demás no existía. Vivimos nuestra juventud en burbujas de acero blindado. Había alquimias de entusiasmo, cosas cuya otra cara aún no habíamos visto, nos buscábamos apodos, todo era interesante, hasta las mayores gilipolleces. “¿Tocamos mañana?” era la única pregunta que me hacía. Vivíamos en el acople de los micros abiertos, en el silbido del Jack que conectamos, en el calor de los focos, ser teloneros de los Thugs y encontrar tíquets de consumición era lo esencial de nuestra aventura, y nos llenaba. Entre los dieciséis y los veintitrés años, no recuerdo haber visto ni un programa de la tele, no teníamos tiempo, estábamos fuera de casa o escuchábamos música, no recuerdo haber ido a ver una película para el gran público, haber visto un clip de Madonna o de Michale Jackson, la cultura mainstream no formaba parte de nuestro campo de visión. Ni siquiera hablábamos de ella. No sabía que no iba a durar. Lo llamábamos la red, éramos lo más cuando teníamos contestador automático, los que tenían un fax eran los dioses de la comunicación. Ninguno de nosotros pensaba en ira comprar carne o en hacer vacaciones, solo estaban los surferos, a los que les interesaba el rollo de la playa, nosotros nos quedábamos en la ciudad, donde hay conciertos. No era un sacrificio –nos importaba un huevo lo demás.
“La” escena era lo único que contaba. Y teníamos razón. Entre semana pegábamos carteles, los fines de semana tocábamos en algún sitio, había bastante gente para que no nos diera la impresión de estar ensayando, planchábamos nuestros discos, no nos pronunciábamos en ninguna parte, no había intermitencia, no había mundo exterior al nuestro. Todos teníamos asociaciones sin ánimo de lucro, éramos tesoreros, presidentes, y todos vivíamos de trabajos de ayuda al empleo. Íbamos a Italia a Alemania a Suiza a Hungría a España a Inglaterra a Suecia, siempre en camiones hechos polvo, y éramos los reyes del mundo. Luego llegó el señor que se encargaba del rock en el Ministerio de Cultura, empezamos a oír hablar de subvenciones, a ver que abrían bonitas salas que parecían centros de juventud municipales de lujo, vimos aparecer a tíos que sabían montar dosieres, que hablaban el lenguaje de las instituciones, estaban más estructurados, eran más listos. Empezamos a rellenar papeles. El CD sustituyó al vinilo. Desaparecieron los 45 revoluciones. Parecía que no pasaba nada. Sabíamos y no sabíamos. Cada cosa, tomada de una en una, era anecdótica. No lo vimos venir en conjunto. Y aquel sueño sagrado se convirtió en una fábrica de meados. Es la historia de la Cenicienta: un pedal Fuzz había convertido nuestras calabazas en carrozas, y dieron las doce de la noche. Recuperábamos nuestros harapos. Ya nada era nuestro. Nos convertíamos todos en clientes. El rock le venía bien a la lengua oficial del capitalismo, la de la publicidad: eslogan, placer, individualismo, un sonido que te impacta sin tu consentimiento. No entendimos que las piedras mágicas que teníamos en las manos eran diamantes puros. Un tesoro en manos de una pandilla de inadaptados. Ninguno de nosotros tenía planes de hacer carrera. No pensábamos que era posible. Eso nos salvaba. Lo perdimos todo. Pero nunca hablaremos de igual a igual con los que nunca han conocido una vida que se ajusta a sus sueños punto por punto. Hoy en día me cruzo con personas que, a los veinte años, aprendían la competitividad en la escuela o el marketing en la empresa, y que quieren hacerme creer que hemos vivido la misma juventud. Yo no digo nada. Pero olvídalo, tío, olvídalo. Mi aristocracia es mi biografía. Me quitaron todo lo que tenía, pero conocí un mundo que nos creamos a nuestra medida, en el que no me levantaba por la mañana diciéndome voy a seguir obedeciendo.
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