martes, 2 de julio de 2019

"Mejor la ausencia" - Edurne Portela


Esta es la primera vez que me enfrento a un libro de Edurne Portela y me ha llevado directa a su mundo, sin explicaciones ni transición. "Mejor la ausencia" es una de esas novelas que no tienen prólogo ni lo necesitan. Tiene un hilo argumental claro y se puede decir que es un libro sin pretensiones, esto es algo que dice mucho a su favor. Personalmente, me molestan las ínfulas y los engolamientos, en este sentido este libro es perfecto, si bien es verdad que he echado en falta quizá algunos toques de lirismo, luego explico por qué.

Portela se centra en describir los hechos, de una forma más o menos clara: algunas veces las escenas de violencia son muy cruentas, otras se describen de forma más escueta, que no poética: con pocas palabras y obviando fragmentos que perfectamente el lector se puede imaginar. Es decir, en estos casos la narración se presenta como una escena a fogonazos, con ráfagas de luz seguidas de momentos de oscuridad que activan la imaginación del espectador. Sabemos que lo más terrible es precisamente lo que no se ve y que la mente de quien observa es capaz de figurarse horrores mucho más terribles de los que la ficción sugiere.

En cuanto al lirismo: Portela ha elegido un modo directo y descriptivo para presentar una historia que gira en torno a la violencia (familiar, social, institucional). Es un modo tan válido como cualquier otro, si se hace bien. Personalmente, valoro mucho el esfuerzo narrativo cuando la narración describe sucesos espantosos y sin embargo la forma elegida es lírica, como en el caso de “Del color de la leche” de Nell Leyshon o “Tu amor es infinito” de Maria Peura. Me parece que, en estos casos, la finura y la delicadeza convierte al escritor en un artesano de las palabras, puesto que construir una narración hermosa con un argumento espeluznante es algo así como fabricar una obra de arte con el barro.

Algo a destacar es la evolución del lenguaje de la protagonista, que habla en primera persona y su forma de expresarse evoluciona a medida que ella crece. Desde que es una niña y empieza a asistir a escenas de violencia familiar y de terrorismo etarra, hasta que es una mujer cuya vida, en todos y cada uno de los aspectos, se ha visto afectada por ese entorno de violencia y miedo en el que viene a nacer y del que el lector comprobará si es capaz de escapar en algún momento.

Hace poco leí a Alice Miller en un ensayo que enlaza muy bien con esta historia, “El cuerpo nunca miente”. En ese texto Miller analiza hasta qué punto está aceptado e interiorizado el cuarto mandamiento católico en la cultura popular, y de qué manera lo hemos asimilado. En general, las personas que componen nuestro entorno (amigos, familia, compañeros de clase y trabajo, etc.) siempre nos van a incitar a perdonar y amar a nuestros padres aunque se compruebe que nos están tratando mal, de una forma violenta y dañina.

Muchas veces, los padres parecen creerse el cuento de la cigüeña y le encargan niños perfectos, pero perfectos según sus ideales, claro. Luego, no reciben de la cigüeña los hijos que soñaban, y rechazan y quieren modificar las formas de ser de hijos sensibles y amanerados, o de hijas asertivas y fuertes que rechazan el rosa, hijos que resultan ser hijas, hijas que resultan ser hijos, hijos e hijas con sexualidades no normativas, tatuados, o que desean carreras profesionales distintas a las que habían diseñado para ellos.

En mi opinión, los padres que no te quieren como eres, no te quieren. Quieren (si es que ser tan salvajes no les incapacita para el amor) al ideal que soñaron, y que por supuesto no existe. Y si no hay lugar para el diálogo y el entendimiento (teniendo en cuenta que su rechazo puede provenir de la ignorancia y ser reversible a través de explicaciones y educación), hay que huir de ahí. Quedarse nunca da lugar a nada bueno: los principios determinan los finales, como sucede en esta novela de comienzo premonitorio.


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