Mientras aprendo, embelesada, de las teorías de Gilles Deleuze, Bartleby se cruza de nuevo en mi camino. Releo en esta ocasión la ya mítica nouvelle de Herman Melville sobre este escribiente extraño en una deliciosa edición de Alianza, que incluye otros cuatro cuentos de Herman Melville que no conocía.
Bartleby, un copista que decide empezar a declinar las tareas que le son encomendadas en su trabajo, es un personaje que encarna la imposibilidad de escapar a las leyes sociales estipuladas: cuando alguien se separa de la sociedad-rebaño, ésta le persigue hasta encerrarle o infringirle daño o castigo. Bartleby es un buen ejemplo de ello.
Del resto de cuentos me fascina “La veranda”, un cuento de tintes feéricos escrito con una sencillez y una delicadeza fascinantes. Versa sobre un tema encantador: la pátina de fantasía que muchas veces, casi sin querer, extendemos sobre la realidad para hacer del día a día algo más habitable y soportable. Es algo que hasta los humanos menos mágicos practican, aunque casi nunca se den cuenta. En este caso, el protagonista del cuento localiza una casa que se ve desde la suya en la lejanía, e imagina para ella un entorno mágico, mientras ese lugar le atrae y reclama cada vez con más fuerza: un cuento maravilloso.
Volviendo a Bartleby, (que, por más veces que uno lo lea, insiste en seguir teniendo siempre el mismo maldito final) esta lectura me descubre detalles nuevos. Presto más atención a los otros dos copistas secundarios, Nippers y Turkey y al pequeño recadero Ginger Nut. Verdaderamente, añaden frescura al comienzo del relato y consiguen que no sea tan sombrío desde el principio. Poco a poco la atención se centra en Bartleby, delgado, pálido, silencioso. ¿Cómo no fijarse en él, como no sentir simpatía inmediata sobre alguien tan diferente al resto, cómo no dejarse llevar por la ternura? Bartleby encarna nuestros miedos y frustraciones, los lleva al límite, nos muestra qué sucedería si el terror o la inacción (o una producto del otro, o viceversa, sí, incluso viceversa) nos paralizasen y condenasen al fracaso nuestra existencia.
No existe justicia para Bartleby, esta sociedad no ha reparado en esos individuos que no desean someterse a ella, no hay lugar en el que refugiarse. Su final es injusto, injusto, injusto.
Al respecto de Bartleby, Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo tienen mucho que decir. Existe en la editorial Pre-Textos un libro magnífico que incluye el relato de Herman Melville sobre Bartleby más tres ensayos de los citados filósofos: “Preferiría no hacerlo”.
En este libro, Deleuze, (heterogéneo, prolijo en recursos, perspicaz y con una redacción impecable), reflexiona sobre el lenguaje analizando la sintaxis de la frase original I would prefer not to, una sentencia extraña que inquieta a todo aquel a quien vaya dirigida y que desestabiliza toda norma de comportamiento social establecido: “Pese a ser una construcción normal, suena como una anomalía”. A partir de sus reflexiones sobre las peculiaridades que provoca esa frase en cualquier idioma, expone algunas sentencias sublimes:
A primera vista, podría parecer que la fórmula es una mala traducción de un idioma extranjero. Pero, a decir verdad, su propio esplendor desmiente tal hipótesis. Sucede más bien como si fuera la fórmula la que socavase la lengua con una especie de idioma extranjero (...) aún siendo cierto que las obras maestras de la literatura constituyen una suerte de lengua extranjera en el interior del idioma en que están escritas, ¿qué impulso de locura, qué inspiración psicótica ocupa el lenguaje en tales ocasiones?
Giorgio Agamben principalmente establece referencias históricas entre Bartleby y la forma de copiar textos en civilizaciones remotas, con ejemplos concretos, observando la acción de escribir desde un punto de vista metafísico. Acerca del personaje de Bartleby, comenta:
Como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta. El escribiente se ha convertido en la tablilla de escribir, ya no es nada más que la hoja de papel en blanco. No es, pues, de extrañar, que se demore tan obstinadamente en el abismo de la posibilidad y no parezca tener la menor intención de salir de él.
José Luis Pardo, por su parte, examina la figura del escritor y del lector uniéndolas en una sola, convirtiendo a uno en otro, fundiendo ambas tareas en una misma y excluyendo de esta unión al copista que no comprende aquello que transcribe.
El matrimonio entre lectura y escritura (que hace de todo lector un escritor in fieri y de todo escritor un lector in actu) es la clave de esa “invención reciente” que llamamos literatura.
También trata el asunto de la identificación entre el lector y la obra literaria, así como de otros muchos relativos a la figura de Bartleby cuestionándose multitud de aspectos (y exponiendo estas interrogaciones al lector para que construya pensamiento propio en base a ellas) con el fin de comprender mejor al personaje y sus motivaciones. Finalmente, asocia su figura con la del apóstol Bartolomé, estableciendo las conexiones y similitudes entre ambos, creando un vínculo inesperado, haciendo rizoma.
Devengamos en Bartleby, ¿por qué no? Hagamos línea de fuga: elijamos no hacerlo.
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