domingo, 2 de diciembre de 2012

"Siempre hemos vivido en el castillo" - Shirley Jackson


La escritura de Shirley Jackson es hipnótica y deliciosa; lo que comienza pareciendo una novela muy típica para adolescentes pronto se convierte en un texto raro, diferente a lo habitual, maravillosamente escrito y con una capacidad de enganche que roza lo demente.

Shirley Jackson estaría incluida dentro del selecto grupo de la literatura gótica sureña (entre los más destacados de esta clasificación: William Faulkner, William Gaddis, Joyce Carol Oates –de quien se incluye un estupendo posfacio en esta edición– y Cormac McCarthy), con la salvedad de que ella vivió y desarrolló su carrera en el norte a pesar de proceder de San Francisco, en el sur de los Estados Unidos.

Su obra ha influido en la literatura oscura y de terror, y es referente de autores como Clive Barker, Stephen King, Richard Matheson o Jonathan Lethem. Escribe con una finura muy especial que destaca por las pinceladas de brillantez que se encuentran desperdigadas pero constantes a lo largo del libro.

Esta novela posee un comienzo un tanto desconcertante, con sutiles características que recuerdan a la literatura juvenil, y sólo se comprende mejor a medida que uno avanza en la lectura, aunque se trata de una prosa en ningún caso retorcida: es más, el libro se lee sorprendentemente rápido.

La voz en primera persona de la narradora corresponde a Merricat Blackwood, que vive junto con su hermana Constance y su tío Julian. Uno de los tres asesinó al resto de la familia seis años atrás, pero curiosamente ése no es un asunto imprescindible para que uno se enganche sin remedio a la novela: lo que atrae es lo bien escrita que está, y las referencias que constantemente se hacen al mundo mágico. De hecho, son precisamente ésos los toques de genialidad que otorgan calidad al libro. 

Aunque no se trata clara ni directamente el tema de la brujería, sí se cuenta que en ocasiones Merricat, la protagonista, lleva a cabo algunas liturgias menores que buscan favorecer los asuntos de su día a día. Se trata de pequeños gestos que ha inventado, que únicamente proceden de su instinto y que podríamos considerar rituales de magia simpática. En este sentido, también destacan las apreciaciones de Merricat con respecto a su entorno, como por ejemplo, cuando se asoma al cielo a través de un tejado derruido y dice ver, o creer ver, criaturas aladas sobrenaturales que planean sobre la casa mientras se entregan a sus quehaceres cotidianos; cuando trata de esconderse en el bosque y percibe cómo los árboles forman un círculo que la protegen (en lugar de situarse ella tras unos árboles que ya estuviesen situados formando un corro), o cuando entierra cerca del río la pluma de su tío, que tiene grabadas sus iniciales, para que el agua al pasar siempre cante su nombre.

Es en la descripción de estos momentos cuando las frases se tornan más bellas y la lectura aún más hipnótica, convirtiéndolo en un libro inolvidable.

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