(...) Salvo las manos. Sí, todo menos las manos, tesoro, como si el gigante tampoco hubiese podido resistirse al embrujo de las manos de tu padre, que todavía recuerdo la primera vez que las vi, asomando de la chaqueta de aquel hombre tan corriente que me abordó en un bar del que no tardamos en marcharnos juntos. Recuerdo que le acepté un par de copas a regañadientes, cansada como estaba de tantos moscones, antes de mirarle las manos. Luego no me importaron ni sus ojos de sapo, ni sus dientes de conejo, ni sus chistes sin gracia. Quería pasar el resto de mi vida contemplando aquellas manos. Quería tocarlas. Quería que me tocaran. Eran de una delgadez prodigiosa, capaz de quebrarse si sostenían más de un cigarrillo a la vez, y tan pálidas que parecían emitir una fosforescencia lunar. Estuve un rato absorta, contemplándolas desplazarse por la barra, entre copas y ceniceros, como dos peces abisales. No tardé en preguntarle a qué se dedicaba, convencida de que un ser con unas manos como aquellas únicamente podía masturbar ángeles. Fue entonces cuando, como si yo hubiese pulsado una tecla, la mirada se le ensombreció y su voz se llenó de retumbos trágicos. Yo mato personas, me confesó expulsando el humo con parsimonia, y luego las resucito. Soy un asesino de mentira, un criminal de juguete, un matador impotente. Soy la cabezadita eterna, el artificiero de la muerte, un tren de cercanías al Hades. Yo me desentiendo de la materia. Yo manipulo almas. A pesar de mi embriaguez, logré un dignísimo alzamiento de cejas, y él supo que ya me tenía.
El valiente anestesista.
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